La buena acción que volvió

La semana pasada terminé mi relato tratando de irme de Aventura Mall, en Miami, tras un incidente confuso con un posible shooter.

Las luces de las sirenas, helicópteros sobrevolando y camiones verdes de los rescatistas eran parte del panorama afuera del mall. Ah, y mi celular se quedó sin carga.

La última persona con la que llegué a hablar fue con mi hijo, pero ya no tenía forma de indicarle dónde ni cómo encontrarme en el exterior del vasto mall.

De pronto vi a una señora parada debajo de una palmera toda iluminada con las lucecitas de Navidad, cargando su celular en el enchufe de los foquitos. Me aproximé, hice lo mismo que ella y nos pusimos a conversar. Su nombre era María Auxiliadora, era venezolana y estaba con los nervios de punta, tratando desesperadamente de pedir un Uber. Mi celular ya había resucitado y pude escribirle a mi hijo dónde me podía recoger. Le dije a la señora “Dificulto mucho que consiga un Uber como está la cosa acá. Pero si gusta, la puedo llevar a mi casa y de seguro de ahí podrá llamar”.

Así que le dimos un aventón a la señora. En mi edificio pudo llamar su Uber y la acompañamos mientras la vinieron a buscar.

Mientras, mi carro se había quedado en el valet parking del mall. Pensé que no lo iba a poder retirar hasta el día siguiente, pero a las 9:40 p.m. recibí un mensaje de texto indicando que fuera por él antes de que cerraran a las 10:00. Me fui corriendo de vuelta para el mall, pero como estaba totalmente acordonado, el Uber me dejó a la orilla de la calle.

Mi reloj marcaba las 10:02 p.m. Apresuré el paso para cubrir los 100 metros hasta el puesto del valet parking, preocupada por llegar a tiempo. Cuando atisbé que aún había gente, comencé a mover mis brazos y decirles que wait! Con la emoción de ver que aún no habían cerrado, no vi el tope de cemento de un estacionamiento. Me tropecé, salí VOLANDO, al igual que mi cartera, el celular, todo, caí de frente, sentí mi cachete izquierdo rozar el suelo, hice como una voltereta y terminé sentada mirando hacia el lado contrario. (Me da pena contar esto porque sueno como la más torpe de las torpes, pero ni modo). Todos lo que vieron esa caída tan aparatosa vinieron corriendo a socorrerme. Pero les dije que estaba bien, y cuando me recobré de ese tropiezo, me paré solita. Me examiné las manos, moví mis dedos, me tocaba la cara, conté mis dientes… No podía creer que no me pasó NADA. Me raspé feo la rodilla, pero eso fue porque tenía puesto un jean con huecos. Si no fuera por eso, creo que hasta mis rodillas hubieran salido ilesas. Les digo que hasta revisé mi ropa y no se le jaló ni un hilo a mi suéter tejido. No se le cayó ni una perlita y ni siquiera se me ensució.

En serio, no podía creerlo. Conozco personas que con caídas mucho menos dramáticas se han abierto la quijada, torcido el tobillo, hasta roto un hombro.

Cuando llegué a mi casa, mi amiga Sarita, que ya había escuchado las noticias, me llamó para preguntarme del “tiroteo”. Le dije “Olvida el tiroteo. El verdadero milagro es que me caí, barrí el asfalto y no me saqué la M; todavía no entiendo cómo”. Su respuesta fue “Seguro algo bueno hiciste hoy”, pero le respondí “No, no hice nada particularmente bueno…”, y ahí me recordé de la señora venezolana a quien traje hasta mi casa, que esperé a que se montara en su Uber, y que sus últimas palabras antes de irse fueron las gracias y un “que Dios la bendiga”, que me repitió dos veces.

De niña me decían que cada vez que hacemos una buena acción creamos un ángel protector. Ahora, a la edad que tengo, puedo decir que lo creo. Lo creo.

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