Llegar a destino con el tanque vacío

En los tiempos de los arcades de videojuegos, como Galáctica, estaban los clásicos Pacman, Mrs. Pacman e incluso Junior Pacman, que eran mis favoritos, pero el juego al que vuela mi memoria por lo menos una vez a la semana era uno llamado Paperboy. Se trataba de un niño que debía hacer un recorrido en bicicleta para repartir periódicos, sorteando todo tipo de obstáculos, y yo me acuerdo de eso con buena suerte una vez por semana, y con mala suerte hasta 3 o 4 veces cuando ando manejando por las calles de Panamá.

La cosa es así: en uno de esos días salgo del garaje de mi edificio. Cuando llego a la esquina y me dispongo a girar a la derecha, después de haberme fijado que no vinieran autos, debo meter un frenazo que me deja casi con la frente pegada al parabrisas porque un porfiado salió de no sé dónde y en vez de cederme el paso, acelera más como quien dice “¡ni lo pienses!”. No he avanzado ni tres cuadras cuando ya empiezo un debate interno de si pitarle o no al feliciano pastuso que anda manejando delante de mi carro a 8 km por hora. Yo sé, yo sé, el apuro trae cansancio, pero puedo jurar que mi hijo de 4 años monta su triciclo a mayor velocidad.

En algún momento del recorrido me toparé con uno o varios conductores multitaskers, esos que creen que pueden manejar, chatear, escuchar la radio y cantar a la vez, y te tiran el carro inadvertidamente por andar distraídos. También se encuentra el buen samaritano, aquel que le anda cediendo el paso a Raimundo y todo el mundo. Puede ser que su intención era dejar que solo pasaran uno o dos carros, pero cuando se dio cuenta era muy tarde para controlar la marejada de carros que cual estampida que se le metió de frente a como diera lugar. Hey, yo voto a favor de la cortesía vial y es muy importante practicar buenos modales en el manejo, pero todos esos pensamientos positivos salen volando por la ventana cuando todos los carros que se colaron alcanzaron la luz verde, pero a mí me agarró el semáforo en rojo.

Por supuesto, no faltan los taxistas… ¡Ay, los taxistas! Esos que paran de la nada en medio de la calle a recoger pasajeros. No en el hombro de la calle, no haciéndose a un ladito, sino justo ahí en el mero centro del carril, donde empieza el intercambio con el prospectivo pasajero de si va o no va. De vez en cuando me topo con los indecisos: van a la derecha, no, a la izquierda. Mejor derecha, no, izquierda… Y yo de conga me cambio de carril para no tenerlos enfrente mío, pero como que me leen el pensamiento y vuelven a quedar delante de mí. ¡Qué se va a hacer!

Los peatones tampoco son santos, y por su parte me recuerdan el juego de Frogger, de las ranitas que tenían que cruzar el río. Solo que estos son humanos, a veces halando niños, esquivando carros en plena calle 50.

Les digo que para cuando llego a la oficina estoy agotada emocionalmente de haber sorteado esta carrera de obstáculos.

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