Unos porotos casi mágicos

En el maternal al que iba mi chiquitín, una vez al mes invitan a una mamá para que vaya a hacer una actividad con todos los niños del grupo. En noviembre me tocó a mí, y acepté feliz. A lo largo de los años siempre me ha encantado entrar al salón de mis hijos, ver cómo se les ilumina la cara cuando me ven, y observarlos en acción en un ambiente foráneo al de la casa. Mi plan para ese día era llevarles unos envases para que mi hijo y cada uno de sus compañeritos decorara el suyo y que luego sembraran ahí porotos.

Yo llevé los recipientes, una bolsa de tierra y un paquete de porotos. Nos divertimos recortando figuritas de papel de construcción y pegándolas en los vasitos desechables que iban a ser nuestros rudimentarios maceteros. Cuando terminamos, llené cada uno de tierra y a cada niño le di 5 porotos para que los colocaran encima. Luego los tapamos con más tierra y con una jarrita le echamos agua a cada uno por igual. Antes de que los niños se fueran a sus casas, llevamos todos los vasos afuera del salón y ahí se quedaron por el fin de semana.

Varios días después fui a recoger a mi hijo a su escuelita, porque tenía cuatro años y estaba en una fase en que lloraba en las mañanas que no quería ir, y para que se fuera contento en el bus le decía que yo lo iba a ir a recoger. Cuando entré a su salón para buscarlo, me asomé a ver los porotos, y me encontré con una maravilla. Algo que me sorprendió tanto, que lo consideré meritorio de sacar mi celular y tomarle una foto. Me alegro de que lo hice, ¡porque así puedo ilustrar este relato!

Ahí alineados, uno al lado del otro, estaban todos los vasitos. Algunos tenían plantas de porotos altas y frondosas, otros tenían tallitos que apenas se asomaban, pero algunos ni siquiera germinaron.

Me quedé pensando cómo puede ser esto. Los factores fueron iguales para cada vasito: la misma tierra, iguales porotos del mismo paquete, misma cantidad de agua y expuestos al mismo sol. Pudiera ser que alguna semilla no estaba buena, pero cada niño sembró 5 de la misma forma, en el mismo ambiente. O sea, la diferencia entre unos vasitos y otros era casi que de la Tierra a la Luna. No encontré una explicación entonces y la verdad no tengo una respuesta formal ahora.

Pero me inclino a pensar que tal vez debamos aceptar que por más esfuerzo que hagamos, hay una fuerza superior en este mundo que va a determinar el resultado final de todas las cosas que hacemos. Y no se llama suerte.

Me recordé de esto ahora porque hace unos días tuve una conversación interesante con una persona que aprecio mucho, pero que es bien terca, incluso más terca que yo (¡si es que eso es posible!). “Esas diferencias tienen que ver con el ADN y genética de cada ser viviente”, me contestó cuando le eché la historia de los porotos. Puede ser. Aunque me parce aburrida, le doy puntos a su teoría. Pero prefiero creer que no estamos solos en este mundo, que la vida está llena de magia, que la fe mueve montañas y que existen por siempre los milagros.

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