el café con teclas
La cultura del ‘no-me-importa’
Mi amiga estaba contrariada. No, ¡indignada! A su hijo le dio una alergia tan severa que tuvo que correr con él a urgencias. Llegó a un hospital privado con el niño, cédula, su tarjeta del seguro y la de crédito.
Pero la recepcionista tenía que hacerle un cuestionario antes de dejarlos pasar… Claro, hay un procedimiento y protocolo para todo, ¿pero en serio es necesario contestar en cuál edificio vives y en qué piso cuando el niño no está pudiendo respirar y los cachetes se le están poniendo azules?
Me contaba esto por teléfono el domingo pasado. Horas después yo tuve mi propio roce con la cultura del no-sé-ni-me-importa.
Llegué a una farmacia para comprar boletos para un evento. “Lo siento, el printer está dañado y no podemos emitir boletos”, me dijo la dependienta. Me mandó a que fuera a otro punto de venta dentro de un supermercado. Bueno, ni modo. “Vamos para allá”, le dije a mis hijos.
Llego al súper y le digo a la muchacha con cara de “prefiero estar picando cebolla en mi casa que estar acá un domingo” que vengo a comprar unos boletos. Me contesta “Aquí no vendemos eso”. Le digo: “¿Cómo no? Me mandaron acá”. ¿Su respuesta? “No sé qué decirle”. Insisto: “¿Sabe dónde los venden?”. Pero esta vez ni habló. Solo peló los ojos, torció la boca y alzó los hombros. (Palabra que a veces me pregunto si hay un concurso del que no me he enterado para premiar a los más incompetentes).
Como no tenemos más nada que hacer con nuestras vidas y me encanta la idea de peregrinar de un lado a otro, fui a otra farmacia, pero ¡sorpresa!, el sistema estaba caído. Al cuarto intento pudimos conseguirlos.
En una sociedad de consumo, no sé por qué cuesta tanto que las personas brinden un servicio cortés, amigable y oportuno. Claro, hay excepciones. Pero la mayoría de las veces lo que encuentro oscila entre un trato tibio, una gélida indiferencia o abierta hostilidad.
Hace un par de semanas me enojé con mi compañía de televisión por cable porque por segunda vez me estaban facturando cosas de más. Molesta por esta situación, los llamé para solicitar la suspensión del servicio y preguntarles cómo debía proceder. La muchacha al otro lado del teléfono me dijo con un tono de voz abrumadoramente apático: “Desconecte los equipos y nos los trae”. No estaba esperando una fiesta de despedida ni que llorara, pero mínimo pregunta a qué se debe la decisión. Después de todo, nadie que está contento con un servicio decide prescindir de él, y si decides hacerlo, creo que lo lógico es que la compañía proveedora quiera saber el porqué para poder mejorar.
Mandé un correo electrónico (o tres), y afortunadamente unos días después apareció un joven del departamento de “fidelización de clientes” (hasta la fecha nunca había escuchado esa frase ni idea de qué significa) a enmendar las cosas, corregir la cuenta y hacer las paces conmigo.
Wow, me quedé sin palabras. Con su trato atento y amable este joven reinvindicó a toda su empresa ante mis ojos. Lástima que hay que estar mandando cartas y a veces hace falta ponerse un poco intensos para que las compañías nos traten como los clientes merecemos.