el café con teclas
Lo que no extraño de la escuela
Este año se cumplen 25 años de que me gradué de la escuela. Hay muchas cosas que extraño de esos tiempos, excepto una: estudiar para los exámenes.
Cuando regresabas a la casa, después de tener las sentaderas pegadas a una silla la mayor parte de las últimas ocho horas, lo menos que querías era sentarte en otra silla, estar en tu casa, hacer tareas, proyectos, cartulinas o estudiar. No me gustaba hacerlo, pero obviamente me tocaba, que para eso me mandaban mis padres a la escuela.
La mejor sensación cuando se acercaba la hora de hacer un examen era sentir que estabas bien preparado. Dependiendo del nivel de dificultad del tema tratado y qué tan bueno eras en esa materia, los nervios fluctuaban entre mucho y nada.
Cuando repartían los ejercicios y escribías arriba tu nombre y la fecha, sentías que al menos ya tenías algo bien, jeje…
Los exámenes venían en diferentes partes y modalidades, y recuerdo estas:
Cierto y falso: la más fácil. Llenabas las que sabías, y las que no, les ponías o todas cierto o todas falso. Con esa técnica seguro ibas a acertar al menos la mitad de las que tenías en duda (pero si era un cierto y falso controlado, ahí la cosa se ponía más peluda).
Escoger la mejor respuesta: esto es un poco más complicado porque hay más opciones. Por lo usual cuatro. Si no estabas segura de la respuesta correcta, podías ir descartando las que definitivamente no, y de ahí recurrir al tin marín, una útil herramienta.
Preguntas de desarrollo: esto era lo mejor y lo peor. Lo malo es que terminabas con dolor de mano, pero lo bueno es que tenías una hoja entera para explayarte. Si te lo sabías bien, y si no, te las ingeniabas para hablar paja. Y siempre respondiendo en oración completa, para llenar más espacio, jaja.
Llene los espacios en blanco: de terror. Ahí sí que no había margen para inventar. Todavía recuerdo a la profesora Nora Luz, de literatura, que tenía la costumbre de sacarle fotocopias al libro de texto y borrarle partes. Para completar sus ejercicios, ¡mínimo tenías que aprenderte el libro de memoria!
Pruebas orales: la peor, no para personas con miedo escénico. Cuando te parabas enfrente del grado era posible que te traicionaran los nervios, y aunque te supieras las cosas, la mente se te pusiera en blanco, tartamudearas e hicieras un papelón.
En definitiva, si pudiera viajar a través del tiempo, me encantaría hacer relajo en los recreos, ver a mis amigas todos los días y hacer una que otra travesura. Pero los exámenes, esos dejémoslos tranquilos en el 91.