El día que el pan dejó de oler

Desde que empecé a trabajar en La Prensa, paso en mi carro por la fábrica Bimbo casi todas las mañanas, cuando voy llegando a la oficina.

En un principio el olor a pan recién horneado se filtraba en el carro y me embriagaba con su delicioso aroma. Esa es la forma fancy de decir que me daba un hambre descomunal, que me hacía agua en la boca y lamentarme por no haberme esmerado más en desayunar bien. Pero con el paso del tiempo, tuve que empezar a bajar las ventanas para poder deleitarme con el olor. Y ahora, tres años después, ya no huelo, siento ni detecto nada. ¡Nada!

¿Será que se me atrofió el sentido del olfato? ¿Será que el pan ya no huele? Hace unos días pasé de nuevo por la fábrica y me quedé debatiendo mentalmente ese asunto. Por supuesto, no es ni una cosa ni la otra. Lo he comprobado porque cuando alguien con un perfume que me agrada pasa al lado mío, le pregunto qué lleva puesto. Por otro lado, de vez en cuando hago trenzas y moñitas de pan en mi casa, y me sigue pareciendo que el olor del pan recién salido del horno no tiene comparación. Aunque el mío es casero y lo relleno con chispitas de chocolate, que han hecho que mis hijos le otorguen el título de “el mejor pan del mundo”, el de Bimbo no tiene por qué ser la excepción.

Entonces, ¿saben qué es? Que nos acostumbramos a las cosas. Lo bueno de esto es que nos acostumbramos a las malas. Lo malo es que nos acostumbramos a las buenas. Con suficiente tiempo, aquellas que nos molestan van a dejar de hacerlo. Del mismo modo, las que nos agradaban van a perder su gracia.

Recuerdo la primera vez que escuché la canción Adventure of a lifetime. Me dije, “Wow. Tremenda canción. Puedo escucharla de aquí hasta el final de los tiempos. ¡Me encanta!”. La tenía en replay y la ponía decenas de veces seguidas. Pero llegó un momento en que ya no me hacía nada, y ahora, cuando sale en la radio, la cambio para ver si no hay algo mejor en otra emisora.

Algo parecido pasa cuando empiezas una relación. Al principio, cada vez que te llaman por teléfono o te chatean te sientes como una mami, después no te cambia, y si no tienes cuidado, terminas pensando “habla rápido; ¡tengo cosas que hacer!”.

Por otra parte, recuerdo la primera vez que aterricé en un cubículo. Me dije “Ahora sí, me va dar claustrofobia”. Sentía que el espacio no me iba a alcanzar ni para guardar mis lápices, pero miren, aquí estoy feliz de la vida.

Así que bueno, el mensaje que quiero compartirles esta semana es que tengan cuidado. Mantengan sus mentes alertas y corazones abiertos. Que las cosas que no nos gustan se nos resbalen, pero cuidemos aquellas especiales. No sea que nos volvamos inmunes a ellas.

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