el café con teclas
La llamada
A veces veo o escucho a alguien hacer o decir algo y quedo sorprendida. Me pregunto, “¿esa persona? Si es más buena gente, ¿cómo puede decir/hacer algo así?”. Pero después recuerdo la llamada de un martes a las 3:00 de la tarde y se me pasa.
Los martes, históricamente, son días ajetreados en la oficina. Junto a los lunes, son días de cierre, lo que significa que hay que ultimar todos los detalles de esta revista antes de que se vaya a impresión. Eso incluye, pero no se limita a, terminar lo que tenías que hacer y aún no has hecho. Editar lo que está terminado y corregir en papel lo que ya fue editado. Y claro, el otro montón de cosas que pueden ir saliendo. Por lo tanto, lunes y martes no son días para ser sociables al teléfono.
Así que, un martes de esos, empezó a sonar el teléfono. Ni siquiera era mi extensión, pero como sonaba y sonaba, y nadie contestaba, levanté la llamada.
Era una señora. Sonaba mayor. Quería una información. Pero antes de pedirme la información, siento que me echó la historia completa de su vida.
A mí me encaaaanta echar cuentos con la gente. Eso es básicamente lo que hago en esta columna todas las semanas, pero los martes, a las 3:00 de la tarde, mi mente está en modo “cierre”. Así que no me interrumpan ni me corten la inspiración, por favor.
Pero esta señora me estaba pidiendo el teléfono de una persona que habíamos entrevistado hace por lo menos dos años en la revista, y quería saber dónde podía comprar los objetos que ella vendía.
Me hubiera encantado ayudarla, ¡pero no sé! Entonces le contesté eso, y me comenzó a decir que cómo no sé, si salió en la revista (hacía dos años).
Me reí, para ser cortés, y le expliqué que no le seguimos la pista a todas las personas que hemos publicado (no en esas palabras, obvio). Pero me insistía.
Comencé a hacerle señas a las personas que trabajan cerca mío para que me salvaran gritando “¡Sarita, te llaman por la línea dos!”, (aquí no hay línea dos), pero ellas también estaban ocupadas, y no me pararon bola.
Finalmente, fui un poco cortante y le dije a la señora que me hubiera encantado ayudarla, pero que no puedo, y casi chao.
Ahí me preguntó, “¿con quién hablo?”, y le dije mi nombre. Entonces me contestó: “¿la que escribe los viernes?”. Y para rematarme, añadió: “no parece”. Si quería hacerme sentir mal, pues lo logró.
Aunque la historia habla por sí sola, lo único que quiero añadir es que todo el mundo puede impacientarse, molestarse o tener un mal día. Hasta la más buena y noble. Y yo no soy ella.