El flan de Topaz

Tuve que esforzarme por recordar el nombre de aquel establecimiento encajonado en la pequeña plaza comercial. Los domingos de mi infancia eran días de despreocupado ocio, donde lo habitual era salir a cenar, y muchas veces terminábamos yendo al restaurante Topaz.

No era un lugar pretencioso. Si ventilo la neblina de mis recuerdos, me parece que los propietarios eran una pareja italiana, que despachaban desde su cocina platillos con un inconfundible sabor casero, lo que hacía que este fuera uno de los lugares predilectos para ir en familia.

Visitar el pasado es como mirar hacia el cielo en un día despejado: no puedes precisar si lo que estás viendo es un fondo impecable, o si está recubierto por un velo tenue de nubes. Así pues, hay detalles de los cuales no tengo certeza, pero el día en cuestión sin duda pedí un flan.

Dulcera desde pequeña, lo empecé a comer con entusiasmo, pero luego de una apetitosa comida, no quedaba mucho espacio para el postre y lo dejé sin terminar.

“¿Alguien quiere?”, pregunté, y la respuesta de mi papá, un regaño marinado en sabiduría, me acompaña desde entonces. “La próxima vez ofrece antes de empezar a comer. Es mejor compartir de lo que tienes, no de lo que te sobra”.

Perdí la cuenta de los años, pero esa frase desafía el olvido y no se diluye con el tiempo. Tanto, que hoy día no puedo comerme una pizza, sin pensar en qué hacer con lo que no me pude acabar. Será mala educación ofrecerlo, ¿pero no es peor botarlo? A veces me lo como, solo para no desperdiciarlo.

Como siempre, mi papá tenía la razón, y si voy a ofrecer algo, trato de hacerlo con lo que haya, no con lo que quede –algo que aplica para muchas cosas. Pero por alguna razón, cuando se trata de comida, me debato entre cuál es la forma correcta de proceder con alimentos que sería un pecado descartar. Creo que el flan de Topaz me traumó.

Digamos que fui a una cafetería y me trajeron un emparedado gigante partido en dos. Me comí una mitad y me queda la otra, pero nunca sé qué hacer con ella.

Sí, sí, yo sé que hay muchas personas que pasan hambre, pero me mortifica que piensen que les estoy facilitando sobras, por más bonitas y presentables que estén empacadas.

No me ayuda que una vez pedí una sopa equivocada en un establecimiento, y como no la toqué, la pedí para llevar. En el camino se la ofrecí a un indigente, quien me contestó: “si no la quieres para ti, ¿por qué me las vas a dar a mí?”. Ahora menos sé qué hacer.

¿A alguien más le pasa esto?

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