Una disculpa

NUESTRO MAYOR ENEMIGO ES EL EGO.

Al volante de mi carro, desahogando mi frustración con la bocina. Horas después, mientras recordaba ese momento, es que reaccioné: no quiero ir en la silla de pasajero mientras conduzco mi propia vida.

El cielo se había abierto para derramar sobre la ciudad bendición disfrazada de agua. Regresando de nuestra diligencia dominguera, Gabriel me pidió que lo llevara a dar un paseo en el Causeway. Pero como el clima no era el más cordial para complacerlo, le dije que mejor nos íbamos a la casa.

Girando para entrar a mi calle, me encontré con un carro atravesado, en contravía, tapando el acceso a mi edificio. Esperé un momento, y luego otro. Pité levemente, pero el carro no se movía. A través de los vidrios ahumados, míos y ajenos, me pareció que la conductora me hacía señas para que le pasara por al lado. Me empecé a sulfurar. Yo no quería pasar por al lado de nadie, lo único que quería era entrar a mi edificio. Algo que no podía hacer, porque el vehículo de esta persona no me lo permitía.

El instante se prolongó: yo gesticulaba y el otro carro no se movía. Finalmente vi que la hija de una de mis vecinas salió de mi edificio y corrió bajo la lluvia para montarse al carro que la esperaba. 

Exclamé en voz alta algo que rima con “¡qué nuevo!”; mi contrariedad a estas alturas era mayor. 

Cuando el vehículo infractor finalmente se movió y pude avanzar, vi que empezó a bajar la ventana. “Ah, no”, pensé. “Si me van a insultar, bueno, estoy al pie del cañón para devolverlo”, me dije para mis adentros, mientras bajé también mi ventana. Cuento corto: mi mortificación fue grande, cuando vi que la señora tras el volante del otro carro era alguien que conozco. No sé qué me dijo, pues mi voz molesta ahogó su sonido. 

Pero horas después, cuando se enfrió mi mal humor, fue surgiendo el murmuro de mi conciencia. “Sarita, ¿no eras tú la que hace unas semanas estaba pregonando un mensaje de peace & love en tus redes? ¿Vale la pena pelearte con alguien por una ofensa tan menor? Deberías disculparte”, me decía la voz de la razón. Pero mi parte terca y orgullosa le discutió de vuelta. “¿Disculparme yo? ¡Si yo no hice nada! ¡Esa mujer que aprenda a manejar y no ser tan fresca!”.

Para mi alegría, la primera voz no le hizo caso a la segunda. A la mañana siguiente le escribí a esta persona para disculparme. Se demoró unos minutos en responderme, y aunque por un momento pensé que me iba a ignorar, al rato me llegó su mensaje de voz. Ella también se disculpó, y una situación que pudo haberse prolongado por el resto de los tiempos, fue fácilmente desinflada.

La maldita soberbia. Nos hincha como globos, y nos hace creer que volamos por encima de los demás.

En estos tiempos de tanto énfasis en comer saludable para cuidar el cuerpo, la mejor dieta para alimentar el alma es tragarnos nuestro ego.

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