Ay, te dejo Madrid

SHAKIRA NI SABE…

La columna de esta semana es chistosa, pero no da risa. Después de pasear en España por una semana, recorrer los caminos de Cervantes, saludar los molinos del Quijote, y escribir nuestras propias aventuras, voy a contarles sobre lo único que no planeé: nuestro rendez vous al cuarto de urgencias del Hospital General Universitario Gregorio Marañón. Pero primero, contexto.

Gabriel tiene una obsesión con los souvenirs. Antes de llegar a una atracción turística, ya ha preguntado cuatro veces si va a haber una tienda de regalos a la salida. Pero entenderán que para un niño como él, al visitar todos los pueblos medievales que hay en España, la pluma ordinaria que usualmente compraría de recuerdo no iba a ser suficiente. Así fue como le compré una cuchilla medieval en Toledo, que si bien es una reproducción, resultó no ser tan inofensiva. Cuento corto: durante la cena de despedida, la noche antes de nuestro vuelo de regreso a Panamá, Gabriel de pronto se voltea y me dice: «Mami, ¡me corté». No me había percatado de que había salido armado del hotel y, a manera de entretenimiento, estaba tratando de perforar su mascarilla con la punta, cuando se le resbaló de una mano y rebanó un dedo en la otra.

Llanto, caos, amenazas de que se iba a desmayar, fue lo que sucedió a continuación. 

Apenas vi la herida, supe que iba a necesitar puntos. Preguntamos cuál era el hospital más cercano y pedimos un Uber para que nos llevara.

En los minutos que duró el viaje, tuve la oportunidad de presenciar el amplio espectro de emociones humanas. Shock, enojo, miedo, terror, confusión,desamparo, frustración. No lo culpo; creo que en su mente el niño pensó: A. Que se iba a desangrar, B. Que iba a perder un dedo, C. Todas las anteriores.

El conductor nos dejó en Urgencias, pero cuando me acerqué al mostrador de Admisiones, me indicaron que, por tener 11 años, Gabriel debía ir al hospital pediátrico. Esto es lo primero que quiero resaltar: el civismo de las personas con quienes me topé esa noche.

Una mujer, que presenció nuestro apuro, dejó por unos minutos a su madre anciana, en silla de ruedas, para acompañarnos hasta afuera e indicarnos el camino.

Ya en el lugar correcto, me surgió otro problema. El servicio de roaming de una compañía de telefonía que, cuando más los necesito, nunca está con Migo, me tenía incomunicada. Le pregunté a otra señora, quien estaba en la sala de espera con su nene herido, si me podía prestar de su hotspot, y no solo me dijo que sí, sino que me dejó su celular mientras pasaba a la sala de trauma. Les digo que mi celular es como el apéndice: aunque no lo use ni lo necesite para nada, está pegado a mí en todo momento. Mi eterno aprecio para esta señora anónima.

Cabe mencionar que su niño de dos años, con la frente abierta, era más estoico que Gabriel, a quien tuvieron que sentar en una silla de ruedas porque se cortó el dedo. Flojo.

¿Pero quién soy yo para criticar? Cuando finalmente Gabriel se dejó tocar y atender, a la que tuvieron que acostar en la camilla, fue a mí. Al parecer, ver sangre, lidiar con un niño al borde de la histeria, y llevar en todo momento una mascarilla que odio y no me deja respirar, me baja la presión.

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