el café con teclas
Nos vemos en el metaverso
ESTOY BROMEANDO.
Por alguna razón, la inspiración siempre me encuentra manejando hacia algún lado.
Cada vez que voy al interior y vengo de regreso por la altura de Campana, admiro la tupida vegetación que se extiende como una alfombra a los pies del cerro, y el contraste con el azul brillante del cielo. Un día pensé: “Wow, parece un Tomás Sanchez”, evocando la obra del célebre paisajista cubano. Pero de inmediato reparé en que eso no tiene sentido. Son los cuadros y las postales los que tratan de imitar la realidad, y no viceversa. Todo mi reconocimiento al talento de aquellos quienes a través de su arte pueden despertar emociones y sacarnos suspiros.
No así con Mark Zuckerberg. El hombre quiere estar en todas partes, y no conforme con eso, ahora quiere crear un mundo nuevo y mudarnos allá. Para mí que se cree un dios.
Es curioso, la verdad. Siendo yo una persona a quien le gusta viajar tanto y conocer destinos nuevos, hay tres lugares a los que nunca quiero ir: la jungla, el espacio y al metaverso.
Ustedes me ven como una persona normal, y lo soy. Pero lo que a algunos los llena de entusiasmo, a mí me da aprehensión.
De chiquita me daba ansiedad ir a fiestas de cumpleaños donde iban a haber niños que no conocía. Ir a un paseo de fin de semana requería días de adiestramiento mental. Los campamentos de verano me daban taquicardia.
Así mismo me siento ahora, cuando escucho hablar de realidad virtual y el metaverso. Si tenemos un mundo de verdad, ¿para qué queremos uno de mentira? ¿Se supone que debemos emocionarnos por poder trasladarnos a un mundo ficticio, hecho de pixeles y poblado por avatares?
Eso le contesté a Gabriel, cuando me pidió que le comprara un oculus. Al final se lo regaló su papá, y voy a admitir que después de ver al pelaíto meter pelotazos imaginarios con una raqueta invisible, y terminar sus partidos virtuales de tenis empapado en sudor, decidí ponerme las gafas y ver de qué se trataba. Fue asombroso.
La sala de mi casa se convirtió en Japón. Donde está mi bufetera se elevaba el Monte Fuji, y en vez de la alfombra, en el piso había un estanque en el que nadaban peces karpa.
En otra ocasión buceé en el fondo del mar. Al mirar hacia arriba vi buques surcando la superficie y enormes escualos me pasaron al lado. Fue divertido, no lo voy a negar.
Y creo que en eso debe quedar: entretenimiento, la posibilidad de volver un poco más tangible aquellas cosas que viven en nuestros recuerdos o imaginación. Vieran la emoción de mi mamá cuando Gabriel le puso el oculus y se encontró nuevamente en las calles de Beirut, la ciudad que la vio crecer décadas atrás.
Pero para todo lo demás, no me hace sentido enviar a nuestro gemelo virtual.
Prefiero la realidad real.