La vida no calla

PISTAS EN UN CAMINO EQUIVOCADO.

Era una noche, igual que muchas otras, en que no había nada que no fuera ordinario. Un cielo arriba, la calle debajo, y en el medio yo, en el asiento trasero de un carro.

Al volante iba un conocido. Su esposa al lado. Veníamos de regreso de una cena a la que mi esposo debía, pero no quiso, ir. 

Si bien estábamos en la calle correcta, qué ironía que en un tramo de la vía Israel fue que me percaté de que, si aún no me había estrellado, lo mío ya estaba al fin del camino.

El mundo le ha dado muchas vueltas al sol desde esa noche y este día, pero aun así, no hay una vez en que yo pase por esa misma vía, y cuando alzo la mirada al último piso del Hard Rock Hotel, no recuerde ese momento.

Fue solo una frase. Una pregunta, en realidad.

“¿No crees que el letrero quedó muy chico?”, le preguntó ella a él, señalando el logo del hotel, que rozaba la azotea.

Y lo que siguió fue una conversación de varios minutos, en torno a ese tema.

Mientras, yo en la fila de atrás, agitaba en mi mente mis propias preguntas.

“¿Será que así es un matrimonio normal?”, “¿Es posible que de estos temas mundanos hablen las demás parejas?”.

No sé si era la oscuridad de la noche o la quietud en el carro, en ese instante me sentí como una infiltrada, una espectadora colada a una función a la que no fui invitada.

Pero esto no era una puesta en escena; era una escena de la vida real. Un pantallazo de una pareja viviendo, charlando y compartiendo. Mi asiento trasero se convirtió en primera fila. Y me sentí incómodamente sola.

Una historia pueden ser leída de muchas formas: de principio a fin, de atrás hacia adelante o sin ningún orden en particular. En mi caso, me asombro con los pasajes que subrayamos y recordamos.

El enorme logo en el último piso del hotel me pareció perfecto. Y en la lista de cosas que no funcionaban en mi vida, me tocó añadir otra más.

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