Lo que es y lo que fue

LA HISTORIA DEL EXTINTO CLUB DE LOS LANZA PEPAS.

El bus de la escuela no era un simple medio de transporte. Era un salón de fiestas, un cuartel central, un crisol ancho donde se fraguaban planes y se pactaban alianzas.

Fue en el bus en que una mañana Samy, un amigo que vivía dos edificios al lado del mío, me confió lo que llevaba en una bolsita plástica dentro de su maleta. 

“Mira, pepitas de las palmeras frente a mi casa”, me mostró con picardía. “¡Vamos a tirárselas por la ventana a los carros y personas!”.

Aunque no lo crean, me sumé al plan. En el momento me pareció una forma aceptable de hacer el aburrido trayecto a la escuela más interesante.

Nos divertimos tanto lanzando pepitas en el camino de ida, y horas después a la vuelta, que al final del día ya habíamos definido un nombre para nuestro nuevo club lanza pepas.

Esa noche, antes de dormir, mi mamá se sentó en mi cama, como siempre hacía, y me preguntó qué tal estuvo mi día. Le conté entusiasmada de mi nueva ocupación. No esperaba que me regañara, pero tampoco lo que me dijo a continuación:

“Sabes, mi papá, que en paz descanse, era un hombre que amaba hacer el bien. Siempre se salía de su camino para ayudar a los demás y estaría muy triste de ver lo que está haciendo su nieta”.

Al día siguiente le comuniqué a Samy mi renuncia al club lanza pepas.

Aquella noche a principio de los años 80 recibí una lección que permanece tatuada en mi pecho, sin regaños ni recriminaciones. Tanto, que 40 años después, aún recuerdo esa sensación extraña de vergüenza. 

Contrasto esa vivencia con lo que veo en la actualidad, y siento tristeza. No por lo que fue, sino por lo que es. La capacidad de sensibilizarnos con lo que vemos y escuchamos es una virtud que se ha  ido diluyendo, y siento miedo de que desaparezca por completo.

Hace unas semanas la luna llena resplandecía en el cielo como un gigante faro. Le dije a Gabriel, “¡Mira! Mira qué hermosa la luna”. ¿Y saben qué me respondió? “Meh”.

Al preguntarle por qué esa reacción tan indiferente a tal espectáculo de la naturaleza, me contestó: “La gente ya no es tan impresionable como antes”. Gabriel tiene 13 años.

Y tiene razón. Las nuevas generaciones no son tan impresionables, ni sensitivas, ni empáticas. O tal vez lo son, pero se quedan con la emoción bajo la superficie, sin la reacción.

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