Después del 7 de octubre

LO QUE VI EN ISRAEL.

Las  víctimas fueron enterradas hace rato, pero la historia de su horror vive en los esqueletos de sus casas atacadas, explotadas, quemadas.

Muchas personas me preguntan si me descompuse o lloré cuando llegué a Kibutz Be’eri, uno de los múltiples escenarios de la masacre del 7 de octubre. Cuando contesto que no, yo también me sorprendo. Lloré más viendo las secuelas a través de mi celular, en la seguridad de mi hogar, a 12 mil kilómetros de distancia, que estando parada ahí, entre los escombros.

Se estremecieron mis neuronas, los pelos de mi nuca se pusieron de punta. Me salió un nudo del tamaño de una roca en mi garganta, pero las lágrimas nunca se asomaron. La inmensidad de la barbarie es tal, que mi cerebro -o tal vez mi alma- no lo pudo asimilar…

El 7 de octubre fue un sábado, y siendo Shabat, yo no estaba supuesta a usar el celular. No obstante, ahí estaba yo, en mi cama, horrorizada, desplazando con mi dedo las brutales imágenes en la pantalla.

Todos vimos las mujeres violadas con sus pantalones ensangrentados. Escuchamos los gritos desesperados de chicas secuestrados. Bebés decapitados, ancianos muertos en la parada, cuerpos brutalizados, cadáveres profanados.

Cuando recuerdo ese día, siento muchas cosas. Dolor por las víctimas y lástima por la humanidad. Incluso a mi edad, las personas conservamos diminutas onzas de inocencia. El 7 de octubre, no quedó nada.

Lo normal es que las personas huyan de los sitios donde hay un conflicto, pero Israel no es un país típico, ni un destino corriente. Después del 7 de octubre, israelíes y judíos dispersos por el mundo volvieron en tropel. Dentro de mí, las ganas de ir se levantaban como olas.

Cuando escuché de un grupo de Nueva York que viajaría en una misión solidaria, no lo dudé. No conocía a ninguna de las voluntarias, pero les escribí para ver si podía unirme. El domingo compré mi boleto y el viernes ya estaba en el avión.

Llegar a Israel se siente como volver a casa. Pero en esta ocasión, el descenso hacia migración en el aeropuerto Ben Gurión no fue alegre. Los letreros señalizando los refugios antibombas eran un recordatorio de que este no era un viaje de turismo. Aparte, una amarga comitiva flanqueaba los costados de mi paso: las fotografías de las más de 200 personas que hasta esos momentos permanecían secuestradas.

Ya era de noche, pero tuvimos la primera reunión del viaje poco después, con una especialista en trauma que, a pesar de sus décadas de experiencia, nos advirtió que no existe terapia ni protocolo para tratar la monstruosa brutalidad a la que habían sido sometidos como nación.

We have a built in system of survival”, manifestó en algún momento, algo que hizo poco por mitigar el dolor de escuchar de todos los pacientes que había atendido en las últimas semanas, con cuerpos vivos y ojos muertos.

Esa fue una de las dos charlas que más me impactaron. La otra fue con una de las encargadas del IDF de informar en persona a los familiares de los soldados caídos. Nos contó que en los cinco años que lleva de voluntaria no le había tocado hacer una sola visita.

En los días siguientes al 7 de octubre, su división tuvo que informar a 65 familias. A cada casa que llegaban, veían miradas temerosas detrás de las cortinas, en las ventanas aledañas.

Parte de su responsabilidad es acompañar a las familias desde que su vida se desmorona con las malas noticias, hasta que se lleva a cabo el funeral de su hijo, esposo, padre, hermano. Algo que en la tradición judía se efectúa a más tardar en 24 horas, en esta ocasión demoró semanas, por la cantidad de víctimas que se fueron amontonando en carpas improvisadas, muchas de ellas imposibles de identificar.

En la unidad de rehabilitación física del hospital Tel Hashomer, donde fuimos a visitar heridos, encontramos 40 pacientes amputados, donde usualmente hay tres o cuatro.

El 7 de octubre las personas estuvieron dispuestas a defender sus vidas con bates y cuchillos de cocina en miles de intentos desesperados.

Yoram, el sobreviviente que nos recibió en Kibutz Be’eri, relató sus vivencias de esa mañana y el mensaje que recibió cuando ya se había difundido por Whatsapp la calamidad que estaba por descender encima de ellos. Desde su cuarto seguro, donde estaba atrincherado con su familia, leyó: “Hermano, eres MacGyver. Lo que tengas que hacer para mantener esa puerta cerrada, hazlo. Es tu fortaleza, tienes que cuidarla”.

Yoram y su familia se salvaron. Para muchos otros, los cuartos seguros resultaron ser trampas de muerte, donde fueron encerrados y calcinados. Algunos solo pudieron ser identificados con lo único que quedó: sus cenizas. Los que lograron salir, fueron acribillados.

Los suegros de Yoram tuvieron otro final: fueron golpeados salvajemente, arrastrados, y cada uno recibió un disparo en la cabeza, a tres cuadras de su casa.

Parado sobre esas ruinas, Yoram saca de su bolsillo un corcho que encontró entre los escombros y nos habla con cariño de su suegro y su amor por los vinos.

La mañana del 7 de octubre, tres mil terroristas infestaron el sur de Israel, como una plaga de proporciones bíblicas, donde corrieron ríos de sangre. Las historias de horror y heroísmo no están contenidas en Be’eri. Manejando hacia el Sur, el guía señalaba. “Ahí está Netivot, fue atacada. Hacia allá queda Sderot, también fue atacada”. Y así, apuntaba con su dedo de un lado a otro, y vi en persona, no en  el mapa, la magnitud de esta desgracia colectiva. Padres perdieron hijos, hijos perdieron hermanos y todos perdimos algo

Los refugios antibombas a los costados de la carretera, tenían pintado en hebreo la palabra “mezuké”, para marcar que ya habían sido inspeccionados, y cualquier resto humano, recuperado. Más tarde vería la misma palabra, junto a cifras de colores, en las fachadas de las casas. Los números contabilizaban los heridos y muertos

En un terreno baldío, otra galería de espanto: cientos de carros, de todos los colores y modelos, que fueron abandonados por sus dueños, cuando trataban de huir del festival Nova y los terroristas cerraron las vías y abrieron fuego.

Es imposible responder al macabro “escoja la mejor respuesta”, cuando me preguntan qué fue lo peor de todo lo que vi o escuché en ese viaje.

Algo sobrecogedor fueron los sonidos.

Cuando nos bajamos del bus en Kibutz Be’eri, había un zumbido incesante: eran los drones  del IDF que sobrevolaban el área.

Simultáneamente, se escuchaba el cantar de los pájaros, que entonaban alegres melodías, ajenos a tanta miseria, o tal vez, a pesar de ella.  El contraste de sonidos me pareció incongruente, pero a la vez aleccionador. Aunque el mundo se detenga, la vida sigue y el tiempo pasa. El mal existe, pero el bien no descansa.

Mi viaje fue siete semanas después del 7 de octubre. Aunque golpeado, el país ya había tenido suficiente tiempo para procesar y asimilarlo. Pero más que nada, para hacer algo: visitar heridos, acompañar desplazados, empacar comida, hacer voluntariado. La tristeza no era un manto vasto que lo cubría todo. Vi una chispa  de fuego que brillaba desafiante en las palabras y tras sus miradas.

Una noche visitamos a un grupo de refugiadas cuyas casas fueron destruidas por misiles provenientes de Gaza. El plan era pintar panderetas en una especie de terapia grupal. De pronto, alguien trajo una bocina, empezó música y nos pusimos a cantar. Terminamos bailando jubilosamente con estas desconocidas, porque Israel podrá perder vidas y casas, pero jamás se dará el lujo de renunciar a la esperanza.

El trauma es colosal, la guerra sigue y aún hay más de 100 secuestrados.  Pero el hijo de Yoram volverá a correr descalzo por las calles del kibutz y Yoram lamentará de nuevo haber gastado plata en zapatillas que no usa. Las casas serán reconstruidas y los dos mil apartamentos que se edifican en Sderot serán habitados.

Ahora es tiempo de rezar, sanar, fortalecerse, y más adelante, de regresar.

El pueblo de Israel vive, y tal como D-s le prometió a Abraham, somos como la arena: entre más la pisas, más se une, más se pega.

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