Me vale tres y medio

NUESTRA TERRIBLE ATENCIÓN AL CLIENTE.

Abrí el documento con un clic, y empecé a leer los resultados con avidez.

Tenía tres días esperándolos, y conforme mis ojos iban bajando por la pantalla, empezó a subir mi ansiedad.

Cuando leí que había un quiste que parecía benigno del lado izquierdo, mi corazón dio un salto, hasta que me acordé: yo no me había hecho un mamograma. Los resultados que estaba leyendo, no eran míos.

El alivio inicial dio paso a mucho enojo. Hay que ser muy irresponsable o tomarse el trabajo demasiado a la ligera, como para mandar por Whatsapp documentos confidenciales a la persona equivocada.
Llamé al centro de radiología, y finalmente me contestaron. Eran las 3:00 de la tarde; había estado llamando desde las 10:00 de la mañana para pedir mis resultados, sin resultado -valga la redundancia.

“Aló”, contestaron, con tal aletargamiento, que por un momento sentí que interrumpí la hora de la siesta.

En la breve conversación que siguió, la señora del otro lado se sorprendió de que me hubieran mandado el resultado que no era, me negó que nadie contestara el teléfono, y por último, me cerró la llamada antes de que yo terminara de hablar.

En Panamá tenemos un problema grave de atención al cliente. En realidad tenemos muchos problemas bastante peores, pero me enfoco en este, porque el desinterés y la apatía horrorosa con la que a menudo me encuentro, son cosas que podemos resolver.

La conclusión de mi análisis es que, para la mayoría de las personas, el trabajo es un mal necesario, una carga insufrible. Pero es así porque no encuentran amor, o por lo menos un poquito de cariño, hacia lo que hacen.

En 2011 volví a Japón. Mil cosas me maravillaron de una cultura, que de pequeña, no pude apreciar.

Cuando salimos del aeropuerto, decidimos ir al hotel en bus, pues la distancia era larga y el costo de un taxi sería excesivamente alto. Nos paramos en la fila, y el nuestro llegó.

Del mismo, descendió un conductor pulcramente vestido, y no exagero: pantalón, saco, gorro y guantes. Pero lo que más me llamó la atención, fue la deferencia, la forma en que inclinaba ligeramente el cuerpo y saludaba a cada pasajero, antes de que abordara el vehículo.

Las comparaciones no son bonitas, y en este caso tampoco son necesarias. Los buseros en Japón enaltecen su labor, no con el vehículo que manejan ni la ropa que visten. Dignifican su oficio con su actitud. No importa si son buseros o cirujanos: harán su trabajo lo mejor posible.

La señora del lugar de radiología, me la imagino con cara de escopeta, hastiada de su trabajo, haciendo lo que le toca por inercia.

Es tan sencillo, pero tan difícil a la vez. Todos tenemos la capacidad de decidir la forma en que queremos hacer algo, pero pocos nos tomamos el tiempo de analizarlo. Y no importa qué tan malo ni aburrido sea un trabajo. Pueden investigar Pike Place Fish Market.

El diferenciador es la actitud, ¿pero qué influye en ella? Factores como la autoestima, inteligencia emocional y orgullo propio, cualidades que deben nutrirse y enseñarse, igual que español y matemáticas.

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