el café con teclas
A sobar mi ego
Voy a decirles algo. A la edad que tengo, he visto y escuchado muchas cosas. Pero ninguna me ha indignado como la barbaridad esta que les voy a contar.
Los platos ya habían sido recogidos. Era un almuerzo como cualquier otro, en un apacible sábado. Siendo este el único día de la semana en que estamos todos en la casa, al mismo tiempo, y sin apuro de ir a ningún lado, siempre trato de extender el tiempo con mis hijos, en torno a la mesa, lo más posible.
Para lograr esta proeza, me toca sacar temas de conversación, como un mercader mostrando trastos en un bazar.
El día en cuestión, fuimos brincando de un tema a otro. Hablamos de que se acabaron las empanadas, de que es hora de hacer platos nuevos, de que en Instagram hay cuentas gastronómicas que valen la pena seguir, y hablando de Instagram, que estaban buenísimos los memes que hizo El Gallinazo en relación a la absurda pompa con que se recibieron en el aeropuerto lo que parecían ser dos cajas de zapatos de vacunas. Luego seguimos platicando de la arrebatiña que se formó en el Seguro con los juega vivo de siempre, y llegamos a los beneficios o no de ponerse la vacuna.
“Yo no me la voy a poner”, dijo uno de mis hijos. “Yo sí”, dijo otro. “Ma, ¿y tú qué vas a hacer?”, me preguntaron.
En general, soy pro vacuna, pero no estoy apurada en aplicarme esta. Quiero esperar a que se la pongan los demás y estar segura de que no nos van a salir escamas o alguna otra rareza.
“Supongo que eventualmente me la pondré”, les respondí.
Sin titubear un microsegundo, y con total seriedad, mi hijo mayor me dijo: “Mami, tú te la TIENES que poner”. ¿Saben, cuando están viendo una película, y en una parte crucial, ponen pausa, y la cara de terror de la protagonista queda congelada en la pantalla? Así mismo fue para mí ese instante.
Les digo que ni siquiera el día en que la vendedora en una tienda me preguntó si mi cuñada era mi hija sentí una afrenta similar. Esto solo se compara a la vez que estaba en el súper y una conocida me preguntó si estaba encinta, y yo solo estaba gordita.
Como sea, las palabras de mi hijo fueron como una daga clavada (y retorcida) en mi lindo y juvenil ego.
Tantas cremas para prevenir arrugas, vitaminas antioxidantes, tomar agua y dormir mis ocho horas, para que ese porfiado me haga un ascenso expedito al grupo de alto riesgo.
“¿Qué es lo que te pasa a ti?”, le pregunté con toda la indignación que pude amasar. “¡Tengo SOLO 46 años!”, exclamé con fuerza. Y esta es la parte verdaderamente triste: para alguien de 21 años, da lo mismo si tienes 46 o 64.