Bajo la lluvia

El día del partido entre Panamá y Costa Rica pasé la tarde en zozobra. Llovía como nunca y el cielo no tenía cara de que iba a escampar. Había comprado boletos para ir con mis hijos, mi hermana, sobrinos y hasta un amiguito de ellos al Rommel Fernández a ver el juego, todos en mayor o menor medida fanáticos declarados de la «Sele». Llamé a mi hermana como a las 5:00 a preguntarle que cuál era el plan. ¿Su respuesta? «Rezar».

A las 7:15 pm nos apretujamos nueve almas rumbo al estadio en un minivan, que después nos dimos cuenta no tenía Panapass. El camino prometía ser bien largo.

Bendito sea Waze, que nos llevó por rutas insospechadas a nuestro destino. En vez de tres horas, nos demoró hora y media llegar, y manejé toda la distancia con el estrés del tranque, la lluvia, la bulla del cargamento de niños que llevaba atrás y miedo a perderme en alguna callejuela de mala muerte. Un par de veces se me cruzó la idea de que hubiera sido más fácil ver el partido cómodamente en el sillón calentito y seco de mi casa.

Eran las 8:30 y aún estábamos a medio kilómetro del estadio. Íbamos a perdernos el himno y el principio del partido, pero me consolé pensando que cada minuto de atraso para llegar era un minuto menos de mojarme en la lluvia.

Finalmente llegamos. Veía la gente con sus capotes de lluvia apresurando el paso para entrar. El nuevo reto era encontrar estacionamiento. Un ‘biencuidao’ me hizo señas de trepar el carro en una acera. ¿Por qué teníamos que estar en un minivan? De haberle hecho caso al ‘biencuidao’, probablemente hubiera destrampado el carro.

Conseguimos dónde estacionar en otro lado (encima de un charco/lago) y empezó la discusión con mis hijos para que se pusieran sus capotes. Uno tenía tos, el otro resfriado, pero para ellos el prospecto de una pulmonía no es excusa para resguardarse de la lluvia. Como dijo uno, «mojarse es cool».

Pero para mí no. Yo también iba encapotada, encima de mi flamante camisa de marea roja. ¿Pero mis pies qué? ¿Cómo hacer para no mojarlos en los pantanos que había que atravesar? Y mi pelo, ¿será que estaba bien recogidito debajo del gorrito del capote?

Y mientras caminaba esquivando charcos, pendiente de que ninguno de los niños quedara rezagado por ahí y chequeando que cada hebra de mi cabello estuviera bien protegido, caí en cuenta de lo soberanamente boba que estaba siendo. Ya estaba ahí, y estaba lloviendo. ¿Qué iba a hacer, sufrir por mi blower o gozar el partido? Si la ropa se moja, se seca. Y los blowers no son eternos. Así que si se dañaba este, pues bueno, ¡me hacía otro!

En serio que a veces ponemos nuestras preocupaciones en las cosas más bobas, en vez de enfocar en el aquí y ahora. Claro, hubiera estado más feliz si Panamá hubiera ganado, pero cómo gozamos aplaudiendo «y viene el gol, clap, clap, clap» y cantando «¡vamos, vamos, Panamá!». Y cuando metimos nuestro único gol, ni la lluvia pudo diluir la euforia y la lluvia de cerveza.

Al final llegué a mi casa con el cabello aplastado, las ropa húmeda y los zapatos empapados. Con cada paso que daba, las suelas disparaban un poco de lodo. ¿Pero saben qué? Volví con el corazón liviano y una sonrisa en la cara.

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