Con el pie en la boca

En la época cuando a mis hijos todavía les gustaba ir a hacer mandados conmigo, un día llegué a un almacén con el mayor. La dueña me saludó a mí y lo alabó a él. “Oh, qué niño tan guapo”, bla, bla, bla, como cuando buscas hacer algo de conversación y endulzar a la clientela.

Meses después volví a esa tienda, pero en esta ocasión fui con mi cuñada. Cuando la dueña me vio, nuevamente se asomó a saludarme efusivamente, pero la dañó cuando dijo: “Ay, qué bueno, hoy trajiste a tu hija”. ¡Plop y mil veces plop!

Aquí interrumpo mi escrito para aclarar que la cuñada en cuestión está casada con el menor de mis hermanos, por ende, ella es mucho más joven que yo. Tenemos suficiente diferencia como para que ella sea mi hermanita, o como mucho una sobrina, pero nunca, y repito NUNCA, una hija, a menos que yo la hubiera tenido a los 14 años de edad.

Con mi ego seriamente moreteado le dije que cómo creía que yo pudiera tener una hija tan grande. No es por nada, y modestia aparte, ¡considero que llevo bastante bien los años!

Y ahí, en vez de reírse, disculparse, hacer silencio o todas las anteriores, terminó de embarrar la cosa cuando trató de justificarse: “¿Pero qué tiene? Ella parece de 18 años y yo tengo una hija de esa edad”. Ahí casi colapso. Esa señora, según mis cálculos visuales, podía estar rozando fácilmente los 60 años. ¿Me estaba sugiriendo acaso que ella y yo parecíamos de la misma edad? ¡Cuando eso pasó yo todavía estaba gozando mis treintitantos!

Mi cuñada, por otra parte, tenía veintipico y también se exaltó. “¿¡Qué!? ¿Cómo así que parezco de 18 años?”, exclamó indignada, cuando 30 segundos antes se estaba riendo.

Al final todo el mundo salió de mal humor: mi cuñada porque le dijeron que parecía de 18, yo porque me compararon con la señora de cincuentipico, y la señora de cincuentipico porque no le compramos nada.

Moraleja: a veces es mejor quedarse callado. No importa qué tan profundo hayas metido la pata, considera que si sigues hablando, la cosa se puede poner peor.

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