Detesto hacer filas. Pero son un mal necesario para preservar el orden en las sociedades civilizadas como la nuestra. Así que hago mi fila callada en el banco, en el súper, en entidades varias y para servirme comida en los bufés.

Pero regálame 100 donas; no me importa. No voy a hacer filas por mi propia voluntad. La única que quizá, tal vez, remotamente haría, es para ir a ver los Academy Awards, y no estoy ni segura de eso. Me tienen que garantizar que Ben Affleck, Tom Hanks y Julia Roberts van a estar por el área y tal vez eso me convenza.

Las filas me caen mal. Para empezar, siempre escojo la peor. La mía siempre va a ser la más demorada y la que menos avanza.

Luego me pongo impaciente y me va dando ansiedad. Me duelen los pies de estar parada tanto tiempo y me pongo de mal humor.

Ya aprendí, y los días en que sé que me va a tocar hacer fila en algún lado, dejo los tacones en casa. Zapatos flat conmigo. Pero si es una fila sorpresiva que me agarra desprevenida en zancos, entonces mala suerte.

Así que queda establecido que no me gustan las filas y solo hago las obligadas.

Aquellos que tienen ganas de hacer filas gratuitas a cambio de jamones, donas o entradas al museo, bien por ellos y que lo disfruten. Aplaudo a los que fueron al Biomuseo y comprendo a los que fueron por sus jamones de $8. Los que me dejan un poco consternada son aquellos que amanecieron en fila por una caja de rosquillas. ¿Me están gruveando? Pero bueno, esa soy yo. Para gustos están los colores, la libertad es lo máximo, y mientras no se metan con los demás, que cada quien haga lo que quiera.

A los que critican, vivan y dejen vivir. No hay por qué ser tan hater; he dicho.