Durante las vacaciones

Comienzan las vacaciones de los niños, y es como si un interruptor interno se prendiera dentro de la cabeza de los pelaítos. En vez de llamarte 6 veces al día, te llaman 20 para todo tipo de ocurrencias aleatorias, que te hacen debatir entre reírte, gritarles, felicitarlos o todas las anteriores.

Por ejemplo, unos días antes de Año Nuevo, el cerebro creativo de mi casa (uno de mis mellos de 11 años) me llamó para preguntarme si le daba permiso para usar uno de sus uniformes escolares viejos “para algo”. Considerando que cuando llega el último día de clases los uniformes están listos para ser reciclados como trapos, y tomando en cuenta que estaba ocupada en esos momentos, le dije, “sí, sí, úsalo, bye”, y cerré el teléfono.

Pues cuando llego a mi casa unas horas más tarde encuentro un caos en la cocina. El inventor amasando yeso en una vasija, el hermanito sentado entre enormes pilas de periódico, recortando tiras de papel en el piso, y hasta el primo preparando un mejunje con goma en otro recipiente.

Resulta ser que durante el fin de semana previo, cuando hicimos nuestra expedición en el interior en busca de un judas para explotar la noche del 31, los inventores determinaron que los muñecos bonitos estaban muy caros y los baratos estaban muy simplones. Por lo tanto, decidieron que sería mejor confeccionar uno a su gusto. Y eso hicieron.

Cuando me desperté al día siguiente, encuentro un judas de tamaño real, que estaba a la altura de varios de los que vimos a la orilla de la carretera, y le daba cátedra a muchos otros.

Entiendan que somos capitalinos, que hacer muñecos no es parte de la tradición familiar, y que lo crearon siguiendo tutoriales en You Tube. Cuando tengo la dicha de presenciar sucesos como este me hincho de orgullo pensando: “¡Ese es mi hijo!”.

Pero en otras ocasiones la cosa pinta diferente. Otro día me llamó de nuevo, pero esta vez en modo emprendedor. Ring, ring, suena mi celular. “¡Mami! ¡Tengo la mejor idea!”, exclama emocionado. “Cómprame dos gallinas. Ya no vas a tener que comprar huevos para la casa y vamos a poder venderlos. ¡Imagina cuánta plata podemos ganar!”. (Ni que fuéramos grandes consumidores de huevos… Si quiere ayudarme a ahorrar, ¿por qué mejor no se gana una beca?).

Abro un paréntesis para recordarles que si bien simpatizo con los animales, detesto tenerlos en mi casa. Y el prospecto de convertir la lavandería en un corral de gallinas ponedoras merecía un rotundo ¡no!

“Maaa, pero plisss. ¡No te cambia!”, insistió, antes de que le dijera con mi paciencia al borde “Estoy ocupada; ¡bye!” y le cerré el teléfono.

Aquí entró en escena la abuela consentidora, que les dio plata y en vez de comprar dos gallinas adquirieron 20, ¡20! pollitos. (“Ma, es que valían 40 centavos”, me dijo el chiquillo a manera de explicación). Los pollitos residen en la casa de playa de la abuela, y ustedes dirán que si es así no es problema mío, ¿pero adivinen a quién le piden plata los niños para comprarles comida, chécheres y demás?

Vamos a ver cómo transcurre el resto de las vacaciones. Por ahora solo llevamos dos semanas. ¡A ver cómo nos trata el resto!

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