El 3 de noviembre viene y va…

El domingo pasado estaba manejando de regreso por la cinta costera 3 y mientras admiraba el panorama tapizado de edificios en el horizonte, mi corazón también se llenó de orgullo viendo bailotear al aire la enorme bandera que se encuentra antes del Mercado del Marisco. En ese momento pensé que no puedo dejar que se acabe noviembre sin rendirle un tributo a mi patria. Así que estoy a tiempo.

Soy feliz portadora de una cédula PE, panameña nacida en el extranjero. Llegué a Panamá cuando tenía apenas tres años de edad. Comprenderán que venía de Japón, por ende, adaptarme al clima y la vida acá no fue fácil.

Cuenta mi mamá que en esos primeros años a menudo me encontraba con mi maletita, probablemente de Hello Kitty, con mi monchichi y una libreta adentro, sentada en la acera abajo del edificio Crystal, declarando malgeniada que me iba de vuelta a Japón.

Pero como con todo, el tiempo hizo su magia (además de que allá no le dan la nacionalidad a cualquiera, así que de todas formas no hubiera podido ser japonesa).
Mi infancia no estaría completa sin los paseos domingueros a Fort Amador, pasando por la garita custodiada por los gringos. Ni qué decir de las aventuras en “diablo rojo”, cuando la nana me llevó clandestinamente a La Pantera Rosa en la Central, y volví a mi casa con un libro para colorear.

En un año lectivo no podía faltar la excursión obligada al Museo del Hombre Panameño, y qué decir de los paseos a las esclusas de Miraflores. Fiestas patrias involucraban alegres bailes, cantos y poesías, y lo mejor, los célebres brindis con carimañolas y hojaldras. ¡Y mi hermosa pollera! Si no fuera porque dejó de quedarme y se la pasaron a mi hermana, la hubiera seguido usando hasta que se descosiera, porque la usaba para todo, hasta para jugar a las princesas.
Canté “Panamá tiene nueve provincias” y brincaba con mi hermana al son de “Atlas, un, dos, tres, ¡chaz!” cada vez que esa propaganda salía en la tele.

No me atrevía a ir a El Valle, porque me daba miedo que se me apareciera la Tulivieja, pero caminaba todas las calles de El Cangrejo de arriba abajo sin ningún tipo de preocupación.

Ya más grande, cada vez que regresaba a Panamá de un viaje, lo primero que hacía era servirme un vaso de agua directo de la pluma, porque eso del agua en botella que había que comprar en otros países me parecía un absurdo sin comparación. Porque sí, por más divertido que sea viajar, y por más destinos hermosos que existan, para mí ninguno es mejor que Panamá.

Hay quienes dicen que patria es el territorio donde naces. Otros opinan que es la tierra que te adopta. Pero para mí es la plantilla donde se tejieron todos esos recuerdos que arman mi vida. Razón tiene Rubén Blades cuando canta que “Patria son tantas cosas bellas”. Y yo añado que las atesoro en mis memorias y en mi corazón.

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