El knafeh

UN CUENTO CORTO.

Esta es una historia de segundas oportunidades. De gula y arrepentimiento.

El año pasado, en mi club de lectura, discutimos el libro The Midnight Library. La protagonista, una chica abrumada por una existencia llena de arrepentimientos y la constante interrogante de cómo hubiera sido todo de haber tomado decisiones diferentes, resuelve acabar con su vida. Al intentarlo, aparece en una biblioteca con infinitos libros. Cada uno le muestra qué, quién y a dónde hubiera llegado de haber elegido cada uno de los millones de caminos alternos.

Ese ha sido uno de los libros que más me ha gustado a lo largo de mi afiliación en Las Bookies Book Club.

Cuando llegó el momento de hacer la discusión del mismo, una de las Bookies sugirió que, para hacer el intercambio más entretenido, cada una mencionara una cosa de la que se arrepentía.

Las respuestas fueron variopintas. Unas contestaron no haber terminado la carrera universitaria, otras dijeron no haber estudiado otra carrera por completo, no tener más hijos, no trabajar en otra cosa, no trabajar menos, no viajar más.

Y luego llegó mi turno de responder. Para todos los desaciertos que puedo haber hecho yo en mi vida, el que más recuerdo y más me molesta, es este:

Corría el año 2018. Fui a Rusia para el Mundial, y a mi retorno, pasamos unos días en Turquía.

Era una tarde gloriosa, la cafetería al borde del río Kizilirmak estaba abarrotada. El aroma a agua de rosas flotaba en el aire, cuando el mesero aterrizó el knafeh frente a mí.

Les describo lo que es un knafeh. Es un pastel hecho con fideos delgaditos, aplastados y tostados, relleno con mantequilla y un queso elástico similar al mozzarella, que se cocina a fuego lento y luego se le vierte encima un almíbar delicioso, y se le espolvorea pistacho molido. Ah, y si quieres ser un poco extra, como yo, lo pides con helado encima. Son como siete mil calorías, pero valen la pena cada una de ellas.

Pero ese día, no lo vi de esa manera. Me comí la mitad, y aunque me cabía el resto, escuché a mi conciencia, que me gritaba “¡vas a engordar!”. 

Era el último día del viaje, y en retrospectiva, medio postre no iba a hacer ninguna diferencia en todas las transgresiones que había cometido hasta ese momento. Pero el knafeh a medio comer quedó despreciado sobre la mesa.

Y de eso me arrepiento yo. En Panamá se pueden encontrar buenos knafehs, ¿pero cuándo iba yo a regresar a Turquía para comer el auténtico y original? Imperdonable.

Hasta la semana pasada, en que en una calle de Yaffo, Israel, me topé de frente con otro. Ese día no tenía ni hambre, pero pedí un knafeh.

Y esta vez, me lo comí todo.

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