El papelito en el bolsillo

Los padres vienen en todo tipo de modelos, personalidades y estilos. Los hay amorosos, reservados, serios y medio payasos. Unos que son la autoridad personificada, y aquellos que se comportan como uno más de los hijos. Y en una categoría aparte, está mi papá. No es un hombre de muchas palabras, pero escoge bien las que usa.

Trabajador incansable, un forjador y visionario, tiene una manera poco convencional de enfocar la vida, usualmente con una dosis de humor y una chispa de ironía.

Cuando tiene algo que decir, no derrocha palabras, y sus frases célebres y certeras dejan de manifiesto su gran personalidad: Es receloso (“Mi ojo izquierdo desconfía del derecho”), práctico (“Si necesitas un amigo puedes comprarte un perro”), realista (“Los primeros 100 años siempre son los más difíciles”), consejero (“que tenga cuidado con los animales de dos patas, que son los más peligrosos”) y honesto (“Me miro en el espejo y me aburro de mí mismo. ¿Cómo no me voy a aburrir de los demás?”).

No ha llegado a ser quien es por andar con paso tímido por la vida. Es una persona que toma las riendas con firmeza y no suelta. Creo que de él heredé mi terquedad.

Cuenta la leyenda que cuando fue donde mi abuelo a pedirle la mano de mi mamá en matrimonio tras solo tres días de haberla conocido, su futuro suegro le preguntó si no necesitaba más tiempo para conocerla mejor. Dice mi papá que le contestó “solo necesito tres segundos para distinguir entre un carbón y un diamante”.

Y aunque a lo largo de los años a veces me he lamentado no tener una relación más estrecha con él, esta anécdota me hizo apreciar que cada padre tiene una manera diferente de sentir y manifestar el amor por sus hijos:

Mi hermana se iba a casar y mi mamá desempolvó del armario el tuxedo de mi papá para alistarlo para la ocasión. Revisando los bolsillos encontró un papelito ajado y doblado dentro del saco. Habrá pensado que tal vez era un recibo o alguna etiqueta, pero cuando lo abrió para ver qué era, encontró la letra nítida e impecable de mi papá, quien había plasmado en ese papelito sus buenos deseos para mí la última vez que lo usó: en mi propia boda, dos años atrás. Nunca me lo dijo y todo ese tiempo el papelito permaneció mudo, dentro de un bolsillo oscuro, como un testimonio silencioso. Y así llegué a la conclusión de que a veces no ver las cosas no significa que no existan.

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