El secreto que las madres callan

Estaba encinta y faltaban dos días para mi fecha. Era un sábado tarde en la noche y me sentía rara. Tenía un dolor necio en la espalda y todas las sillas me parecían incómodas. El doctor me mandó al hospital más que nada para que dejara de fastidiarlo, porque yo estaba convencida de que las 60 cuclillas que había hecho ese día habían surtido efecto e iba a dar a luz. Cuando lo llamé por cuarta vez me dijo “Tú estás verde todavía, pero si quieres ve al hospital para que te chequeen”. Eso fue como decirle a un extraterrestre: “¡Corre a tu nave nodriza!”. En menos de 20 minutos ya estaba en el hospital. Hay mujeres que prefieren aguantar hasta lo último en su casa. Yo no; prefiero estar en compañía de los que saben.

Al final resulta que sí iba a dar a luz, y el doctor llegó una hora más tarde al hospital de lo más enojado. “¿Tú qué haces aquí?”, me increpó. Le dije “¡Usted me mandó!”. “¡Sí, a que te chequees! Ahora llego, ¡y ya estás internada!”. Es verdad: ya había mandado mi maleta al cuarto, estaba en bata, con un monitor puesto y con mi pulserita de paciente en la muñeca. Después me enteré de que la causa de su malestar era que estaba celebrando su cumpleaños en la discoteca Mango, y se tuvo que ir porque lo llamaron al beeper que tenía una paciente por dar a luz… “Doctor, pero la enfermera me chequeó y dijo que voy a dar a luz”, insistí, y temblé cuando me dijo “Sí, ¡pero eres primeriza, estás verde y vas para rato!”. Shut.

Felizmente todo salió bien, pero cuando cargué a mi hijo por primera vez unas seis horas más tarde, tuve mi primer encuentro con la realidad de ser mamá. Se me estaban saliendo las lágrimas y mi esposo y el doctor probablemente habrán pensado que estaba llorando de felicidad. Sí, había algo de eso, pero más que nada lloraba lágrimas de alivio y en mi mente corría el pensamiento de “¡Gracias a Dios ya salí de esto!”.

Debí saber que eso era solo el principio. A lo largo de los años he sentido el amor, el cansancio, la preocupación, el orgullo, el miedo, la felicidad y todos esos otros sentimientos que acompañan un cargo tan importante como ser la protectora de otras vidas que dependen de la nuestra.

Ha habido muchos chascos, como el día que mi bebé tenía siete meses, lo llevé al parque y lo senté en la grama para tomarle una foto, sin percatarme de que había un nido de hormigas rojas cerca que casi se comen vivo al pobre chiquillo. Ese día sí lloré por el sentimiento culposo de ser una mamá incompetente.

Más recientemente, un día se me cruzaron los cables y en vez de mandar a mi hijo chiquito a la escuela con ropa amarilla, se fue con un disfraz de hamburguesa. Como esta semana están de cumpleaños tanto el mayor como el menor de mis hijos, aprovecho para decirles que los quiero mucho a ellos y a los que están de por medio. La trayectoria de la maternidad está repleta de emociones. Muchas veces oscilamos entre sentirnos como la mujer maravilla y la más inepta de las ignorantes.

Y aunque somos las madres quienes criamos a nuestros hijos, ¡en verdad son ellos los que lo hacen grande a uno!

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2 comentarios

  1. Sarita , me encanto esta entrega, no soy Mama pero tus relatos son excelentes, gracias por tus insights.

    Gina

  2. Sarita, como siempre me encantó tu relato, y es una verdad absoluta. A veces tenemos que hacer de mujer maravilla y otras metemos la pata, pero definitivamente nos nuestros hijos los que nos hacen grandes! Ser madre es una de las cosas más hermosas y con más aprendizaje que nos pueda pasar.
    Un abrazo.

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