el café con teclas
El Terremoto
(Este artículo debió haber aparecido la semana pasada, a tiempo para conmemorar el tercer aniversario del terremoto que golpeó duramente a Japón. Iba a estar basado en lo que escribí en los días siguientes al mismo, ya que lo viví en persona. Pero el disco duro de mi computadora se dañó, el artículo voló, y ahora trato de reescribirlo de la mejor forma posible, apegándome de manera fiel a mis recuerdos de los acontecimientos…).
Era un viaje largamente anticipado. Nací en Japón, y aunque solo tenía tres años de edad cuando nos mudamos a Panamá, siempre me quedé con las ganas de volver a la tierra que me vio nacer. Mi papá tenía años hablando de este viaje, y finalmente, estábamos a punto de embarcarnos juntos en esta aventura.
Mi esposo y yo llegamos a Japón el jueves 10 de Marzo, cansados, después de un largo viaje. Cuando salimos del aeropuerto de Narita para tomar el bus que nos llevaría al hotel, lo primero que saltó a mi vista, fue el civismo de los maleteros, dignamente uniformados, quienes saludaban cortésmente a los conductores de los buses, inclinando sus cabezas a medida que los buses se aproximaban a la parada. Con diligencia procedían a colocar las maletas en la parte inferior del bus, y en cuestión de minutos estábamos en marcha.
Cuando ya estaba sentada en mi asiento del bus, mis ojos se cerraban del cansancio, pero antes de recostar mi cabeza en la ventana y cerrarlos para recuperar algo del sueño perdido, pensé en lo pulcras que se veían las calles, en que no se atisbaba ni siquiera un papelito fuera de sitio.
Al día siguiente nos despertamos temprano, y tras encontrarnos con mis padres (nuestros compañeros de viaje), salimos a pasear y turistear, maravillándonos a cada rato con las costumbres e idiosincrasias de los japoneses. Estábamos felices, ante un viaje que prometía ser inolvidable. Tristemente, así fue.
Después de un suculento almuerzo -¡sushi!-, mi papá se retiró a descansar a su cuarto de hotel, y mi mamá, mi esposo y yo nos fuimos de compras. No teníamos ni cinco minutos de haber llegado a la tienda por departamentos Takashimaya (un nombre que creo que jamás olvidaré), cuando sentí el edificio temblar. Primero fue levemente, y pensé que se trataba de algún camión pesado transitando cerca, pero cuando vi hacia afuera, me di cuenta que ese no era el caso. De pronto el piso ya no era firme, y exclamé “¡Temblor!”. Recuerdo que mi mamá y mi esposo me jalaron y los tres salimos apresurados a la calle, mientras el sismo cobraba más vigor.
La tierra empezó a rugir, y nosotros solo atinamos a abrazarnos. No puedo expresar el sentimiento de impotencia, de estar parada en medio de la calle, ante un fenómeno tan fuera de orden y no poder hacer nada al respecto. Estábamos a la merced de la fuerza de la naturaleza. Todo, absolutamente todo, se movía y sacudía, de un lado hacia el otro, y de arriba a abajo. Los edificios parecían de caucho y los árboles de papel crespón. Mi esposo me decía: “Sara, ¡mira los edificios!”, porque hay algo asombroso de ver estas masas de concreto, meciéndose como si fueran palillos. Mi mamá, en cambio, susurraba: “¡No miren, no miren!”, pero llegué a la conclusión de que si los edificios se iban a desplomar, era mejor estar viendo, para saber hacia qué dirección debíamos correr. A todo esto, el lado irónico de mi cerebro musitaba dentro de mi cabeza “¡No puedo CREER que estoy parada en medio de un terremoto, en JAPÓN!”.
Aunque estábamos asustados, y en total desconcierto, en un principio no me alarmé más de la cuenta. Después de todo, Japón es un país con alta actividad sísmica, y yo no detectaba pavor en los rostros de las decenas de japoneses que estaban en las mismas, a nuestro alrededor. Me dije, “Seguro acá esto pasa a cada rato”, pero como yo jamás había experimentado nada parecido, me debatía entre guardar la calma y evaluar si debería estar entrando en pánico.
Seguía temblando… Los pensamientos que atravesaban mi cabeza, eran una avalancha de contradicciones. Pensé, “No va a pasar nada… Los niños se quedaron solos en Panamá, y no hay manera que Dios me los deje huérfanos a todos”… Pero después me recordé del terremoto que hubo en 1995 en Kobe, casualmente la ciudad donde nací, y que según mi libro de turismo acabó con la vida de más de 6,000 personas en un lapso de 20 segundos. Con eso mi valentía empezó a desvanecerse, y lancé una mirada discreta al piso, a ver si estaba empezando a agrietarse…
Cuando finalmente dejó de temblar, dos minutos y medio más tarde, hubo un silencio casi total y absoluto, como si alguien hubiera apretado el botón de “mute” en la televisión. Había un desconcierto generalizado. Lo único que se escuchaba era el pip, pip, pip de los semáforos, que tienen esa función para los ciegos. Pero en cuestión de segundos, le subieron de nuevo el volumen al mundo. Las aceras se atiborraron de gente desalojando los edificios. Los adultos portaban cascos y los niños sombreros inflables.
Mi mamá, que habla japonés, le preguntaba a las personas a nuestro alrededor, y así nos dimos cuenta que este no había sido un sismo más del montón. Esto había sido fuerte, tan fuerte que nadie recordaba haber vivido algo similar. Por los nervios, no estábamos pudiendo recordar ni cómo ni qué marcar en el celular. Yo ni siquiera estaba pudiendo apretar los botones del mío, de tanto que me temblaban los dedos. Un japonés tuvo la gentileza de prestarnos el suyo y marcar al hotel, para que preguntáramos por mi papá. Nos contestaron que todo estaba bien, y que todos los huéspedes habían sido evacuados por seguridad. Minutos después, los celulares dejaron de funcionar. El sistema sencillamente colapsó.
No sabíamos qué hacer, ni a dónde ir. Nos montamos en un taxi que aún estaba parado donde lo había sorprendido el sismo, cuando vino la primera de innumerables réplicas. El conductor, aterrorizado, nos gritó algo en japonés, y nos bajamos rápidamente, antes que acelerara y se fuera, presumo que a su casa, con su familia. Tuvimos suerte, y pudimos coger otro taxi, que nos llevó al hotel. Poco después, el servicio de transporte público también colapsó.
Ya en el hotel, fuimos recibidos por el personal, quienes repartían botellas de agua y mantas a los huéspedes, todos congregados en el lobby. Para mí esto fue lo más admirable de todo: la total entrega, sentido de responsabilidad y estoicismo de los japoneses, quienes en ningún momento se deslindaron de sus obligaciones. Me daba la impresión de que ellos estaban apenados de que nos hubiera tocado pasar esta mala experiencia en su país y que estaban más preocupados por nosotros, que por ellos mismos. A falta de transporte, muchos empleados incluso tuvieron que pernoctar en el salón de fiestas del hotel, y al día siguiente continuaron con su trabajo a cabalidad.
La señal de internet iba y venía, y fue en una de esas que pudimos tener la primera mirada a la magnitud de lo sucedido en el Blackberry, en el portal de CNN, con imágenes desgarradoras y palabras como «masivo», “catástrofe”, “tsunami” y “asesino” para describir lo que acabábamos de vivir. Cuando los noticieros confirmaron que el terremoto había sido un 9.0 en la escala de Richter, nuestras bocas casi tocan el suelo. Y cuando nos enteramos que el tsunami borró del mapa aldeas enteras, dejando miles de muertos y desaparecidos a su paso, eso fue lo peor.
Cuando horas después terminaron de inspeccionar el hotel y pudimos subir a nuestros cuartos, me encontré con que casi todo estaba en su sitio, salvo mis artículos personales. En vez de estar en el sobre del baño, mi perfume, desodorante y cremas estaban regadas por todo el cuarto.
Esa noche, casi nadie durmió. Había tantas réplicas, que llegó un momento en que ya no estaba segura si de verdad estaba temblando, o si era mi imaginación. Así que opté por acostarme con un vaso de agua al lado de mi cama, para ver si el agua se movía.
Al día siguiente, amanecimos con una nueva amenaza, llamada Fukushima.
Sari muy buen articulo, te falto poner algo importante, que su viaje no acabo ahí, se quedaron hasta el último día como habían planeado desde un principio.
Increible Sarita! Me dejastes con ganas de leer mas! Muy bien escrito.
Gracias Pamela y Daniela. No sé si quedó tan bien como el artículo original… Ahora que lo leo, me acuerdo de cosas que olvidé mencionar, como que la noche del terremoto dormí en ropa, y dejé mi abrigo, botas y cartera con los pasaportes y mis prendas al lado de la puerta, por si cualquier cosa…
Me encanto leer esa tremenda aventura.Te felicito nuevanente!!!! Me quede con ganas de seguir leyendo…….deberias escribir hasta el final.
Sarita, increible lo que vivenciastes, por un momento me sentí en tu piel.
Gracias Jenny y Daniela. Los días que siguieron fueron agridulces y un poco difíciles. Queríamos aprovechar que estábamos en Japón, pero esto era imposible, viendo la intensidad de la tragedia y cómo día a día aumentaba la cifra oficial de muertos y desaparecidos. Mi papá y yo éramos de la idea que para bien o para mal, ya estábamos ahí, y no iba a haber otro terremoto peor que ese. Pero mi mamá estaba muy angustiada, se quería ir lo antes posible, y la avalancha de mensajes y chats de gente preguntando que qué estábamos esperando para regresar a Panamá, advirtiendo que se avecinaba una desgracia nuclear, solo empeoraron el nivel del estrés.
Wow, qué buen artículo!