El tiempo, mi amigo agridulce

Toda mi vida he tenido una relación contradictoria con el tiempo. Por una parte abrazo y acepto su paso, pero por otra le temo y me provoca ansiedad.

Cuando era chica, un bimestre de escuela se hacía interminable, pero tres meses de vacaciones pasaban como si fueran una semana. Los días no pasaban lo suficientemente rápido para que llegara mi cumpleaños, pero las odiadas citas en el dentista, cada seis meses, llegaban en un instante, casi sin avisar.

Hace unos días le dije a alguien que todo pasa en esta vida: el amor, la emoción, la rabia, la tristeza… Es una certeza tan real como una ecuación matemática: con suficiente tiempo, todo se olvida y todo se va. Solo es cuestión de saber esperar. Al fin y al cabo, la vida es un balance entre querer apretar y poder soltar, y todo tiene fecha de caducidad. El problema es que a  veces, las cosas a las que nos aferramos son un puñado de arena, y entre más apretamos, más rápido se van.

La vida es una paradoja. Recuerdo cuando estuve en Japón, hace 3 años. Era unas semanas antes de que florecieran los sakura o cerezos, unas flores hermosas. Llegué a ver algunas en su rosado esplendor en un templo en Kyoto, y recuerdo haber pensando «qué fugaz es todo»… Esperas todo un año para que florezcan, pero solo en cuestión de semanas se marchitan y ya no están.

Pero supongo que como con todo, hay que apreciar las cosas mientras duren, pues así como el tiempo trae sorpresas, arrugas y experiencias, así mismo se lleva las cosas, como una marea que viene y que va.

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