Gracias chicos, se les quiere

Partido tras partido estuve ahí. Gritando, aplaudiendo, sufriendo cada derrota y celebrando cada gol.

El primer juego que vi en vivo desde el Rommel fue en septiembre de 2012, por insistencia de mis hijos mayores. Le ganamos a Canadá 2 a 0 y con cada gol la lluvia de cerveza embriagaba el alma.

Recuerdo que cuando mis hijos me pidieron que los llevara, eso era lo más remoto que tenía en mi cabeza. En verdad ni siquiera se me había ocurrido que el estadio era un lugar donde yo podía fraternizar, pero cuando me dijeron “¡tía Ari va con sus hijos!”, pensé, “bueno, si ella va, yo también puedo”. Así que nos fuimos al Rommel campantes los tres.

A lo largo de mi vida he entonado el himno nacional cientos de veces, pero les digo que ver a nuestra Sele en el campo y sentir la energía de miles de panameños cantando juntos es incomparable. Eso es, hasta que escuchemos el himno este lunes en Rusia.

A través de los años ir a los juegos se convirtió en costumbre, y aunque llegar a un Mundial me parecía difícil, nunca lo consideré imposible.

Escribí esta columna en el receso de nuestro amistoso contra Irlanda hace unas semanas, pero ustedes lo están leyendo mientras aterrizo en Rusia. ¡Sí, en Rusia!

Voy a ser sincera: no me interesa el deporte y normalmente ni siquiera me gusta el fútbol. Pero cuando veo a nuestra Sele en la cancha, veo lo mejor de nosotros. Y cuando digo nosotros, me refiero a Panamá.

En la cancha percibo trabajo, entrega, sueños y potencial. En las gradas me fundo con una marea roja de ilusiones. Todos juntos, con un color y un sentimiento.

Nuestras diferencias -y deficiencias- quedan atrás por al menos 90 minutos.

Admito que de fútbol solo sé que hay que meter goles. De nuestros jugadores no sé quién es el 20, el 23 ni el 50. Pero no importa, porque cuando veo a mi equipo no estoy viendo ni a Román ni a Gaby Torres. Estoy viendo a Panamá.

Es cierto que cuando el avión de Copa despegó hacia Rusia con nuestro equipo, iba a bordo la ilusión y el entusiasmo de 4 millones de panameños. Y eso es lo más hermoso que tenemos.

En los últimos seis años creo que estuve en todos los partidos. No recuerdo los puntajes ni contra quién jugamos. Pero el sonido de 25 mil voces coreando juntos “Vamos, vamos Panamá”, lo tengo grabado en mi memoria. ¿Qué importan las incontables travesías con el fiel Waze para llegar al estadio? La maldición del minuto 89 se desplomó, al igual que los ánimos caldeados cuando nos goleaban.

Hoy cuento los minutos para que entonemos nuestro glorioso himno en el Fisht Stadium en Sochi, y estaré ahí para cantar, aplaudir, celebrar o llorar.

Gracias chicos por darnos tanto. Alcanzamos con ustedes por fin la victoria.

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