Historias en la terminal

Ella tenía la nariz roja y los cachetes mojados. No sé quién de los dos se iba y cuál se quedaba; solo pensé que encajaban como dos piezas de un rompecabeza: a la perfección.

El rostro de ella enbonaba en la curva del cuello de él, y supongo que él le susurraba palabras de despedida en su oído. Qué bonito que alguien te abrace de tal forma que tu cuerpo se plante en donde sea que estés.

La de esa pareja es solo una historia, de cientas que ocurren simultáneamente en los aeropuertos.

Entre pasajeros que van y pasajeros que vienen, me gusta imaginar todo lo que presencia el techo de una terminal.

La mujer que pasa su maleta de mano por el aparato de rayos X, solo para que la hagan abrirla y desordenarla entera. Entre todos los regalos que empacó con tanto cuidado -tal vez para sus hijos, quizá para los nietos-, aparece un pote de champú infractor.

Por los pasillos decenas de viajeros transitan con máscaras que les cubren la nariz y la boca. La amenaza del coronavirus ha nublado el panorama.

Sobre la correa móvil, para apurar el recorrido de un extremo del aeropuerto al otro, aquellos que no miran al frente, ni hacia arriba, ni hacia los lados. Los ojos clavados abajo, siempre abajo, como tornillos sobre su celular.

En el mostrador de una cafetería, una señora tira algunos euros, paga su emparedado y se retira refunfuñando en catalán. Se me olvidó decirles, estamos en Barcelona, y las dependientas se quedan comentando entre ellas, lo grosera que fue esta mujer con su compañera Bea.

El muchacho coreano de cabello azul… ¿de dónde viene o hacia dónde se dirige?¿y hay alguna explicación para ese estrafalario peinado? Sé su nacionalidad porque en una de las filas, lancé una mirada furtiva a la tapa del pasaporte que llevaba en su mano.

Frente a los monitores, jóvenes estudiantes, núcleos de amigas, hombres de negocios y grises abuelos, reconfirman hacia qué puerta deben dirigirse. Me pregunto a quién dejan en esta ciudad o hacia quién regresan. Me maravilla pensar que, en cuestión de horas, todas estas personas aglomeradas bajo una pantalla, estarán dispersas por los confines del mundo.

Rato después, por el pasillo, corriendo hacia la puerta F54, va una mujer, cargando al hombro una cartera que se desborda y en una mano un cartucho con sus compras de última hora. En la otra aprieta el celular.

¿Por qué tanto afán? Tal vez se quedó dormida y llegó tarde al aeropuerto. A lo mejor la demoró el tráfico. Tal vez está haciendo una escala y su vuelo previo se atrasó. O simplemente se distrajo observando a la gente, y cuando le dio una mirada al reloj de su celular, supo que tenía que moverse si quería llegar a su destino a tiempo.

Verdad, que esa mujer soy yo.

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