La Patria, ¿la hicimos todos?

Lo primero que hice cuando me levanté el 6 de mayo fue tomarme una Neoflax. Sabía que de no hacerlo, las 20 horas que pasé el día anterior sentada y parada me iban a pasar factura. Por su parte, mis manos estaban llenas de cortaditas de papel.

Haber sido miembro de mesa fue agotador. Superó mis expectativas en cuanto a lo cansón que iba a ser. Admito que por ahí, a las 9:00 de la noche, me dieron ganas de fingir demencia o decir que iba al baño y no regresar. Ya tenía 16 horas en La Salle; en mi estómago tenía solo un café y una manzana. Mi cabeza me estaba dando vueltas, y la noche aún prometía ser demasiado larga.

Como suplente, me tocó monitorear el desenvolvimiento de las elecciones en mi puesto de votación. Semanas antes, cuando me enteré de que ese iba a ser mi rol, me sentí decepcionada ante lo que consideraba que iba a ser un trabajo zonzo. Qué equivocada estaba. Firmé papeletas, supervisé que no se usaran teléfonos celulares en las urnas, expliqué la manera correcta de votar en circuitos plurinominales, traté de resolver el asunto con los crayones (no pude), revisé que los votantes introdujeran sus papeletas -debidamente firmadas- en la urna correcta (aunque no lo crean, hasta eso me tocó enseñar). Lo que más me sorprendió de todo el día fue la inhabilidad de tantaaas personas de doblar un papel en cuatro, con las firmas hacia afuera. No me refiero a ciudadanos de la tercera edad, sino a gente joven que tuve que mandar dos y hasta tres veces de vuelta al cubículo a que doblaran sus papeletas como el TE manda. Esos votos parecían origamis achurrados.

Esa fue la primera mitad del día. La segunda fue el escrutinio. Cuando abrimos la primera urna, la de presidente, y comenzamos a contar los votos, me temblaron un poco las manos mientras iba marcando los votos en el tablero. “Chocolate, chocolate, PRD, chocolate…”, leía la presidenta de mi mesa, y me atreví a pensar, ¿será que esta noche voy a presenciar historia y ver cómo un independiente en serio gana? No fue así, pero la emoción fue palpable.

De mi humilde posición de suplente, me gustaría sugerir que el trabajo se haga por turnos. Después de estar casi 12 horas en los centros de votación, cuando finalmente empieza el escrutinio, uno ya no está pensando claro. Por supuesto, para eso hace falta mucha más participación ciudadana, que sea por convicción, no por obligación. Antes de irme a mi casa, casi a la 1:00 de la mañana, le dije a mis compañeras de mesa: “Espero que podamos usar de nuevo todo lo que aprendimos hoy. ¡Nos vemos en las próximas elecciones!”, y dos de ellas, jóvenes universitarias que sacrificaron su domingo por horas de labor social, me respondieron “¡Ni loca!”.

Una mejor organización por parte del Tribunal Electoral también es clave. Hay demasiado espacio para error humano en nuestro sistema rudimentario. Cuando aparecieron papeletas en los basureros, imaginé con facilidad qué es lo que pudo haber pasado. Antes de empezar a contar los votos, todas las papeletas que sobran se deben quemar. De seguro algún suplente no quiso esperar para quemar las de su mesa en el único tinaco de metal diminuto que había, donde decenas de otras mesas debían hacer lo mismo, y decidió descartarlos de una manera menos ortodoxa. No lo excuso, pero digo que entiendo por qué estas cosas pudieran pasar cuando uno está agobiado por el cansancio, el hambre y el apuro por terminar.

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