el café con teclas
Lo que NO quiero
Estoy habituada a escuchar lo que los demás quieren o esperan de su vida. Pero por alguna razón, a estas alturas de la mía, yo estoy más clara de lo que no quiero.
Por ejemplo, el otro día. Hice el favor de llevar un cheque a la administración de un edificio, para pagar el mantenimiento acumulado de un conocido mío.
Ustedes saben cómo funcionan las cosas ahora, en modo pandemia: poco personal atendiendo, guardar dos metros de distancia y hacer juiciosos la fila.
Por delante de mí se encontraba una señora mayor, en silla de ruedas, con una muchacha que la acompañaba. La señora estaba contrariada. Al parecer, alguno de los vecinos de su piso no estaba botando la basura de la forma correcta. En vez de ponerlo en el receptáculo, estaba dejando unas cajas en el piso o en la tablilla.
“Vamos a averiguar quién es el responsable y hablaremos con él”, trataron de calmar a la furibunda mujer. Pero esa promesa cayó sobre oídos impermeables.
“¿Cómo se le ocurre, además, echar los periódicos en el tacho de la basura, si en el tacho se tiran bolsas, no periódicos? ¡Los periódicos van en la tablilla!”, exclamaba indignada, en medio tamborito. Yo no quiero minimizar su sentir, pero me parece que se estaba pasando.
“Entiendo su malestar, señora X”, le dijo la chica que la estaba atendiendo, “vamos a ver cómo se remedia la situación».
Pero era por gusto tratar de apaciguarla. Al final, la muchacha que la acompañaba maniobró la silla de ruedas y se la llevó. Su voz se escuchaba retumbando por el pasillo.
No quiero sonar insensible, pero una vez terminé mi diligencia, salí de esa oficina pensando, “Ayala vida, Diocito ayúdame a nunca convertirme en esa mujer”.
Obviamente no puedo ser ella, porque ese puesto ya está ocupado, pero jamás quiero llegar a ser así.
Tal vez simplemente estaba teniendo un mal día o puede ser que este problema con la basura era repetitivo y le estaba afectando de alguna forma.
Sin embargo, creo que todos hemos conocido alguien cuyo carácter se le fue arrugando más rápido que su rostro, y el alma se le secó como una pasita. Qué pena llegar a cierta edad, y en vez sentir la complacencia de tener una vida bien vivida, navegar los días entre ríos de amargura.
Y eso es algo que, definitivamente, no quiero.
Nadie se marchita de un día a otro. Es un proceso gradual, que si bien es inevitable, la falta de luz y ausencia de agua, acelera inexorablemente. Por eso, acostúmbrense a reír, no a refunfuñar. Procuren pensar, no reaccionar. Entrenen su vista a ver el cielo, y no a estancarse en las nubes.