el café con teclas
Lo que pasa cuando no haces caso…
Por alguna razón, cuando haces algo que no debes, las cosas no acaban bien.
La primera vez que me percaté de esto yo era todavía una niña. Mi casa tenía dos pisos y la recámara de mis padres quedaba en el segundo. La escalera para subir era en forma de caracol y los escalones eran flotantes. Era en verdad una escalera peligrosa, y mi mamá siempre nos prevenía que tuviéramos mucho cuidado al subir o bajar por ella. Pero en los 18 años que viví ahí nunca le pasó nada a ninguno de mis hermanos o a mí, excepto la única vez, cuando tenía siete años, que me caí y casi me reviento la vida por andar de desobediente.
Mis padres se iban de viaje y nos advirtieron enfáticamente a mi hermanita y a mí que durante su ausencia NADIE (en mayúscula) estaba autorizado para subir a su cuarto. El detalle es que la mejor televisión de la casa quedaba precisamente ahí: tenía 13 canales y un control remoto que funcionaba. Así que ellos partieron por casi un mes, y por casi un mes nos portamos bien y les hicimos caso. Salvo una ocasión, justo el día antes de que regresaran. Ellos volvían un lunes y el domingo mi hermanita y yo estábamos aburridas. Le dije “Ari, subamos a ver tele al cuarto de mami y papi”. Me acuerdo clarito que peló los ojos y me dijo “¡Pero no podemos!”, y le contesté que claro que sí, que no pasa nada y que igual nadie se iba a enterar…
Recuerdo que hasta fuimos a la cocina y llenamos los platos de acrílico rojo que usábamos en ese entonces con Cheez Wizz y nos fuimos felices a ver la tele. La pasamos de lo mejor viendo cómicas toda la tarde, pero cuando acabamos e íbamos a bajar de vuelta, me puse a brincar de un escalón al otro apoyándome en el pasamanos, y en una de esas me fui por la baranda, volé por el aire y aterricé en el duro piso de mármol. Lo último que recuerdo antes de quedar inconsciente es la cara de terror de mi hermanita. No sé ni cómo llegué al hospital, pero desperté sobre una mesa de metal helada, donde me estaban sacando radiografías para ver qué me había roto. Es un milagro que no me maté. De hecho es un milagro que no me rompí ni un hueso y solo me tuvieron que coser algunos puntos.
Esa noche mi tía durmió conmigo en el hospital, y al día siguiente llegaron mis padres. Creo que jamás olvidaré la cara de ambos cuando entraron a mi cuarto, directo del aeropuerto. Pienso que primero el susto que les hice pasar y luego el alivio de ver que estaba entera los contuvo para no castigarme. Mi hermana mayor, por otra parte, no tuvo la misma suerte. Después me enteré de que la castigaron por no habernos cuidado bien, y eso que la pobre ni siquiera estaba en la casa al momento de los sucesos.
La segunda noche mi mamá durmió conmigo, y me acompañó al baño. Cuando prendió la luz me asusté cuando vi a una niña horrible mirándome. Le pregunté a mi mamá, “¿Quién es esa niña rara y fea que me está viendo?”, y me contestó “Ay hijita, esa niña rara y fea eres tú”. Después de eso iba al baño con las luces apagadas para no ver mi reflejo en el espejo hasta que el morado de mi cara se desvaneció…
(Continúa la otra semana).