Mi primera vez

DICE MI HIJO QUE QUIEN NO SE HA HECHO AL MENOS UN HISOPADO, NO HA VIVIDO LA PANDEMIA COMO DEBE.

Le tenía más miedo al hisopado, que al covid. Lo acepto sin pena. Lo que pasa es que uno no se percata cuando se expone o contagia del virus, mientras que para la prueba sabes, con el corazón palpitante de aprensión, que en segundos te van a introducir una vara de un metro de largo por el orificio de tu nariz y van a hurgarte hasta pincharte el ojo o el cerebro.

Obviamente estoy exagerando, pero en mi mente así percibía el temido hisopado.

Cancelé dos viajes por la reticencia a hacerme la prueba obligatoria para visitar algunos destinos y para poder ingresar de nuevo a nuestro país.

Prefiero quedarme en mi casa, que hacerme un hisopado. Prefiero seguir haciendo Zooms de mala gana, que someterme a un hisopado para poder visitar a mi familia. Prefiero aislarme y hacer cuarentenas innecesarias, que considerar un hisopado. 

Tenía reservado otro viaje, y temía que esta iba a ser mi tercera cancelación. Pero mis hijos me animaron a que me hiciera el examen (ok, voy a ser sincera: se burlaron y uno me preguntó que si estoy tratando de romper algún tipo de récord. Admito que me hubiera encantado concluir la pandemia sin la necesidad de haberme hecho uno).

Así que programamos la cita. Me lo iba a hacer yo, y dos de mis hijos que también iban a viajar. Uno conmigo, y otro por su cuenta.

“Amigo, por favor me hace el examen que no duele”, le pedí al técnico que vino a domicilio. Ustedes pensarían que iba a responderme que no me preocupe, que eso no duele. Pero ¡no! Me dijo: “Los dos duelen igual”. Omaigat, pensé.  Le respondí, como quien trata de extender un puente de entendimiento, que no, que quiero el examen que no es tan profundo, y me sale con “señora, los dos son profundos y duelen igual. Lo que cambia es el análisis del examen”. 

“Hasta aquí llegué”, pensé en alto. Llamé a mi hijo y le dije, “Mi rey, ¿ya tienes tu carta notariada? Creo que no la vas a necesitar, porque acabo de cancelar el examen”.

“Mami, sorry, pero no nos vamos a quedar en ningún Panamá porque tienes miedo de hacerte un hisopado. Me hiciste cancelar una reunión importante, así que ahora te lo haces”. Y bueno, tenía razón. 

El técnico resultó no ser tan desalmado. El examen no me dolió ni molestó nada. Yo estaba orgullosa de haber superado el trauma, pero mi otro hijo me sale con: “mami, ¡no superaste nada! Ese examen que te hicieron no fue un hisopado de verdad”. Pues mi nariz discrepa.

Viajamos, volvimos, y en el aeropuerto me hicieron otro. En ese sí me tocó exclamar, “¡por favor, ya, ay, no más!”, mientras me lo hacían, pero fue por lo floja que puedo ser para algunas cosas.

Me recordé de la época, en los años 90, en que tener un hueco adicional en la oreja estaba de moda, pero yo no me atrevía. Al final lo hice, y quedé tan sorprendida de que no me dolió nada, que para no desperdiciar el temor que había sentido, decidí abrirme otro más. Anduve con tres aretes en mi oreja. 

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