el café con teclas
Por qué no pico ni pelo
Una vez, cuando tenía como 8 años, fui con mis padres a una boda en el salón de fiestas del hotel El Panamá. No recuerdo quién se casaba, pero supongo que habrá sido algún primo o familiar cercano, porque los adultos no visten, arreglan y arrastran a una niña en pantyhose para el evento de una persona cualquiera.
Ahí, muy decorado estaba el salón Bella Vista y bien alegre la celebración. Los invitados bailaban felices, mientras yo estaba sentada juiciosa en la mesa de los niños. En el centro había una canasta con panecillos y tomé uno. No estoy segura de si fue porque me habían enseñado que no se come con las manos, o si es que mi vestido y pantyhose me tenían sintiéndome bien fancy, pero agarré el cuchillo para partir el pan por la mitad y terminé cortándome el dedo pulgar. No era un cuchillo filoso, así que no fue el fin del mundo, pero sí lloré mucho. Un salonero súper amable me consiguió una curita, y desde ese día le tengo aversión a los cuchillos.
No me ayudó a superar el trauma ver que un día mi mamá casi se rebana un dedo pelando un tomate en la cocina. Por eso, no pico ni pelo.
Esos chefs blandiendo sus cuchillos y usándolos en modo turbo en programas como Iron Chef me parecen casi que un deporte extremo. Es un desafío mortal. No puedo ver.
Obviamente, necesito usar cuchillos cuando cocino en mi casa, pero si me vieran… En la medida que puedo, me apoyo en el uso de pinchos para asegurar sobre la tabla lo que voy a cortar, prefiero comer las frutas con cáscara, y en el caso excepcional de tener que lidiar con vegetales como papas, pepinos y zanahorias, pues uso un pelador y no un cuchillo, que es el equivalente gastronómico a usar bicicleta con rueditas.
Afortunadamente, en mi casa trabaja una muchacha bien diestra en la cocina, pero no me gusta molestar.
La otra noche me dio hambrecita y cuando abrí la nevera vi unos mangos que había comprado días antes que se veían muy apetitosos.
A diferencia de una manzana, no puedes comerte el mango con su cáscara, así que me dispuse a pelar. Como ocho minutos después ya casi-casi había terminado; iba a cortarlo en trozos, cuando Yami se asomó, y al verme forcejeando con el cuchillo me preguntó asombrada: “Señora, ¿por qué no me avisó para que se lo pelara?”. Qué vergüenza.
Y es que por falta de práctica no soy muy diestra, pero en la medida que puedo trato de evitar que los demás perciban lo inepta que soy manipulando los cuchillos (además de que hay que enfrentar los miedos). Le dije: “¡Tranqui, ya casi acabo, mira qué bien que lo hice!”, y no había terminado de decir ‘hice’ cuando, ¡chop!, me corté el dedo.
“Señora, pero si eso es apenas un rasguño”, me decía la Yami.
La próxima vez me comeré una mandarina.