Todo por un tacón

Estaba lista para salir. Vestido puesto, maquillaje aplicado y cabello bien peinado. Faltaban los zapatos. Ay, los zapatos.

Tenía tres semanas sin usar tacones, convaleciendo de un disco herniado. Déjenme decirles que el dolor de un disco herniado es peor que el dolor de parto. He tenido cuatro partos, y créanme que no estoy exagerando.

Voy a echar más para atrás: hace un mes me agarró un dolor de piernas espantoso. Era como  corrientazos eléctricos, mezclado con lo que imagino se debe sentir que te retuerzan y expriman   las extremidades. Una tortura que me hizo llorar. En el  cuarto de urgencias me sacaron rayos X, pero me dijeron que todo se veía bien, que seguro tenía una contractura muscular que me estaba pinchando un nervio. Me mandaron para la casa con medicinas y la recomendación de verme con un especialista.

Pero bueno, el especialista nunca me contestó, y las medicinas eran tan buenas que no le di seguimiento al tema. Eso es, hasta una semana más tarde, en que el dolor regresó con sed de venganza, y terminé de nuevo en urgencias. 

La resonancia que me hicieron confirmó que tengo un disco herniado. Cuando el especialista llegó, me encontró llorando. El coctel de medicinas me había quitado la tortura china, así que me preguntó que por qué lloraba. ¡Y le contesté que no quiero tener un disco herniado! No me había golpeado, nada me había sonado, ni traqueado.  Esta experiencia me hizo enfrentar la realidad de que estoy entrando a la edad donde comenzamos a desbaratarnos. Y me molesta, porque quiero seguir no haciendo ejercicios, pero porque soy vaga, no porque no puedo. Y no montarme en montañas rusas por miedo, no porque puedo fregarme la espalda.  

Un par de horas más tarde me fui a mi casa bien juiciosa. Me dijeron que debía guardar reposo una semana, que no hiciera ejercicios, que no me agachara, ni levantara cosas pesadas y que no usara tacones. Hice caso en todo. Tanto, que días después tenía un viaje corto que no podía posponer y no quería cancelar. La amiga con quien me fui, que el Señor la guarde y la bendiga, me cargó la maleta y hasta me recogía las cosas que se me caían.

Quiero hacer énfasis (de nuevo), en que el dolor de un disco herniado es horrible, enloquecedor, y por eso no quiero pasar por eso más nunca en la vida y haré todo lo necesario para cuidar que así sea. Amén.

Hasta que la semana pasada tenía un evento formal al que debía ir. Y estaba justo donde comencé esta columna: lista, solo me faltaban los zapatos.

Me puse unos flats. Y cometí la imprudencia de preguntarle a uno de mis hijos cómo me veo. Mi vestido era cerrado, con un cuello blanco, manga larga, y una basta debajo de la rodilla. Cuando me vio con los zapatos bajos y cerrados, me contestó: “Te ves bien, pero pareces una monja”. Ok, fuera flats. 
El evento iba a durar solo un par de horas, de los cuales permanecería sentada la mayor parte, así que me puse tacones. Grave error.

A la mañana siguiente me desperté, igual que todos los días, pero cuando me iba a levantar de la cama, ouch, no podía.

Afortunadamente, esto fue solo un revés en mi mejoría, pero de nuevo con la medicina, otra vez fisioterapia (que igual me falta completar), de nuevo en  zapatillas y sandalias, y esta vez a escarmentar.

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