Tres veces quinceañera

El viernes pasado estuve de cumpleaños. No quise escribir del tema en la columna de ese día, porque ya lo he hecho en años anteriores. Pero después pasó algo, y cambié de opinión.

Amo cumplir años. No tanto por ponerme un año más viejita, sino porque por 24 horas soy especial. Sonará triste, y no me importa, porque yo sé que igual me quieren los otros 364 días del año, pero el 20 de septiembre la gente se toma la molestia de demostrarlo. Palabras sin acción, no hay comprobación.

Este año, a las 12 en punto de la noche, uno de mis hijos entró a mi cuarto a darme el primer abrazo festivo. Minutos después, empezaron a aparecer los mensajes en mi muro de Facebook. Cuando me levanté en la mañana, mi Whatsapp ya estaba desbordándose con buenos deseos, y ese día de hecho logré salir a almorzar con mis amigas, algo que siempre planeamos y nunca concretamos.

En la oficina me partieron un cake, no pude contestar todas las llamadas que entraban a mi celular, y cuando llegué esa tarde a mi casa, mis hijos me tenían globos y una sorpresa preparada. ¿Ven? ¿Cómo no voy a amar cumplir años? Si me toca pagarlo con arrugas, que así sea.

Pero cuando fue cayendo la noche, me entró un poquito de tristeza. Suspiré pensando que el día ya estaba empezando a terminarse. Supongo que así se sentiría Cenicienta cuando iban a ser las doce de la noche, con la diferencia de que yo no tengo una madrastra ni hermanastras que me hagan la vida miserable, así que solo por eso creo que no me siento tan mal como se debía de sentir ella, aunque ella sí tuvo una hada madrina y los ratoncitos le cosían su ropa, y qué divertido debe ser eso, aunque no sé ni por qué estoy hablando de Cenicienta… Me puse a divagar. Ok, volví.

Mi día menos favorito del año es el 21 de septiembre, justo porque como dicen en inglés, the party’s over (literalmente).

Mientras meditaba en lo efímero que es un día y lo rápido que el tiempo se lleva lo que trae, me embargó el recuerdo de mi cumpleaños de hace cinco años, cuando llegué al cuarto piso.

Y justo ahí, por un breve momento, me dio miedito. Cuando cumplí 40 años me sentía triunfal. Para mí fue un logro llegar a ese escaño de mi vida con mi salud emocional intacta y yo misma reinventada. Pero en ese segundito del viernes pasado, pensé que hay cosas que aún no he hecho, y me di cuenta que si no me muevo, tal vez se queden sin hacer. No por falta de tiempo, porque según mis cálculos, de eso debe quedar. Si no por inacción, falta de atención y determinación. La vida es lo que pasa mientras estás distraída cantando “Feliz cumpleaños”.

Ese sentimiento fue fugaz, pero decidí agarrar mi lista de pendientes y tachar algunos de aquí al otro año.

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