el café con teclas
Un falafel en Montenegro
RELATO DE UN DÍA SORPRESIVAMENTE MEMORABLE.
Las maletas no pueden esperar. No importa si fue un paseo de tres días o un periplo de varias semanas, lo primero que hago cuando vuelvo a mi casa es desempacar.
En esa faena me encontraba después de mi último viaje, cuando me topé, dentro del desorden, con una pluma que decía “Montenegro”. Me reí sola.
El día en que el crucero atracó en Kotor, Montenegro, mi entusiasmo era mayor que lo habitual. De todos los países que visitaríamos en nuestro recorrido, este era el único que me faltaba por conocer, y teníamos un día lleno de actividades planeado.
De pronto, el cielo se cubrió de nubes gordas y oscuras, y rayos empezaron a fulgurar como flashes de una cámara.
En vez de bajar a las 9:00 a.m., tuvimos que esperar a que esta súbita tormenta pasara. Salimos al mediodía y tocó adaptar el itinerario.
El teleférico ya no estaba operando e ir a la playa perdió sentido. No obstante, el bus estaba pago y aguardaba por nosotros. Nuestro grupo abordó, listo para aprovechar, lo más posible, el resto del día.
Empezamos a andar. Diez minutos se convirtieron en 20, luego 40. Había tranque y llegamos a destino luego de hora y media.
Nos bajamos, los niños aburridos, los adultos impacientes. ¿Qué íbamos a hacer? ¿Qué cosa maravillosa íbamos a ver?
Pues les cuento que schnitzel y falafel.
En el plan original, teníamos reservas en un Beach Club, que de casualidad quedaba cerca de un Chabad. Los Chabads son centros del movimiento jasídico, que existen internacionalmente con el propósito de ofrecerle un lugar de encuentro a los judíos que estén de paso.
Entonces, el plan había sido visitar un Beach Club, pasar horas de sano esparcimiento tomando sol y nadando en el Adriático, y luego retirar del Chabad unas cajitas de comida kosher que habíamos pedido con antelación, aprovechando que íbamos a estar al lado.
Cuando me monté en ese bus lo hice confiada de que iba a ir a un lugar lindo. Nunca pensé que el plan B solo sería el pedazo menos interesante del plan A. Es como pedir un steak, y que te traigan solo los vegetales.
Mi incredulidad ante gastar tiempo valioso comiendo falafel fue compartida por la mayoría del grupo. Hubo reclamos, intentos de amotinamiento, enojo, resignación. Al final todos comieron sus schnitzels (y falafel), y emprendimos el camino de regreso (hora y media para atrás).
La última parte del recorrido casi me tiro del bus. El barco zarpaba a las 5:00 y me estaba quedando sin tiempo para conocer el famoso pueblito medieval, que con su bazar es una de las principales atracciones de Kotor, e irónicamente queda JUSTO FRENTE AL PUERTO.
No puedo creer que lo único que conocí de Montenegro fue su Chabad. Mi experiencia fue sentarme tres horas en un bus y comerme un falafel, aunque debo admitir que el pan pita estaba rebueno.
Ni siquiera pude comprar la pluma obligada que colecciono en cada destino de mis viajes. La que encontré en mi maleta fue un obsequio de Cosa 4, quien ese día se quedó dormido y no pudo ir al “paseo”. Para que vean que a veces perder es ganar…
No obstante, mientras contemplaba estos sucesos en la calidez de mi cuarto, pluma en mano, ya de vuelta en Panamá, me di cuenta de que la frustración que sentí ese día, se convirtió en una risa sonora al revivirla.
Los días son tan buenos como los recuerdes, y en efecto, a veces perder es ganar.