el café con teclas
Y yo no bailo
Las personas alrededor de la banda en vivo estaban embriagadas con La Bamba. En el crucero por Alaska en el que yo me encontraba, esta medida de sazón latino era suficiente para permear hasta el espíritu del turista más agringado.
El resto de mi grupo cantaba y se remeneaba. A un costado me encontraba yo, observando la acción con mi libro en mano, cachetes fríos y cabello despeinado. Ya llevaba como una hora dando vueltas por todo el barco, en busca de un rincón tranquilo donde sumergirme en mi lectura. Me había acomodado en la cubierta, pero la brisa helada no me dejaba concentrarme en más nada que en el azul Windex del mar. Me levanté y decidí entrar de nuevo, y ahí fue cuando me encontré con esta celebración impromptu al ritmo de Los Lobos.
Me quedé mirando y pensé, ¿me uno a la fiesta? “Pero, si yo ni bailo…”, “Bueno, ¿será que aprendo?”, “Mira esa señora de allá; ni ritmo tiene, pero fíjate qué bien que la está pasando”, dialogaba en mi cabeza, tratando de convencerme a mí misma.
Esto va a sonar un poco irónico, pero me sentí un poco triste ante mi inhabilidad de integrarme y divertirme con los demás. A esta gente solo ponerle una canción fue suficiente para que se levantaran como cobras. Y yo ahí parada, mirando desde afuera, como espectadora.
Oa, oa, oa, entonaban bailando juntos, cada uno pasando sus brazos sobre los hombros del de al lado. “No, no hay que llorar, que la vida es un Carnaval…”, se escuchaba ahora a Celia por la bocinas. ¿Y saben qué? Todavía yo ahí, parada. Mis ojos afinaron hacia los pies sobre la pista. Todos se movían de un lado al otro, y los míos como Pegotín sobre la alfombra.
Me gusta divertirme. ¿A quién no? También soy de la idea de que, de vez en cuando, es bueno salirse de la zona de confort y probar cosas nuevas. Por eso traté de convencerme una vez más. Pero, ¿saben algo? Esa no soy yo. Y para mandar a una impostora a la pista, mejor me quedo conmigo.
Algunas personas son el alma de la fiesta a donde sea que vayan. Otras, como yo, son más bohemias. No hay pena en eso, pensé, mientras me alejaba con mi libro en mano.
Lo último que vi, al voltearme, fue un selfie stick en el aire, y todos apretujándose para la foto. Una en que no saldría yo. Pero con cada paso que caminaba, el oe, oe, oe quedaba atrás. Poco después me acurruqué con mi libro en el santuario de mi cuarto.