Esas tediosas clases de mecanografía

¡Señores y señoras; damas, caballeros y niños! Es un placer mostrarles directo desde el pasado un objeto hoy extinto: ¡la máquina de escribir!

¿Máquina de escribir? ¿Qué es eso?, se preguntarán las personas más jóvenes, aquellas que han crecido en la era de las pantallas táctiles y celulares inteligentes que ya no tienen ni siquiera botones.

Pues hubo una época, en un tiempo muy, muy lejano, en que los trabajos de la escuela se entregaban “a máquina”. Lo mismo con documentos importantes, cartas y reportes en las oficinas. ¿Computadoras? Eso ni era.

Por ende, una materia muy importante en el currículo escolar eran las clases de mecanografía para aprender a usar estos artefactos de forma eficiente y poder escribir como unas 60 palabras por minuto, usando TODOS los dedos de las manos y no uno solito.

Recuerdo el salón de mecanografía en mi escuela, con los pupitres perfectamente alineados, y cada uno con su respectiva máquina burda, pesada y llena se teclas arriba. Y les digo, absolutamente todo en esa clase era tedioso. Para empezar, meter la hoja de papel era un reto. Había que introducirla con mucha precisión para que la hoja quedara parejita, si no el lado derecho quedaba más arriba que el izquierdo y cuando empezaras a escribir todo quedaba chueco.

Cada tecla era tan dura de oprimir que terminabas la clase con dolor de mano y puedo jurar que al final del bimestre con los deditos musculosos.

Olvídense de un botón de “delete”. Más vale que no te equivocaras, porque borrar involucraba echar para atrás, ponerle una cinta blanca encima y escribir de nuevo arriba de eso, lo cual casi siempre terminaba en un mamarracho.

Poner títulos o encabezados era cosa seria. Para centrarlos tenías que contar la cantidad de letras en la oración, restarlo de 90 (si no me falla la memoria), y dividirlo en dos. El resultado era el espacio en que tenías que empezar a escribir. Como ven, era mecanografía, pero tenía su sazón de matemática.

Las clases eran taaan aburridas… Era escribir una serie de palabras una y otra y otra vez, hasta que fluyeran de tus dedos por inercia. Y ni hablar de las pruebas de velocidad a las que la profesora Ixora nos sometía. (Pero tampoco podías escribir taaan rápido, porque se podían trabar las teclas). Cuando llegabas al final de un renglón una campanita sonaba, ¡ring! y tenías que correr el cilindro para pasar a la siguiente línea.

En mi casa había una de esas máquinas que usábamos para hacer los trabajos de la escuela. Era un mamotreto pesado, que daba hasta hartera sacar del clóset. Clac, clac, clac, sonaba cada tecla. El día que mi mamá llegó a la casa con una máquina electrónica marca Brother marcó el inicio de una era y el declive de otra. Podías escribir un párrafo entero antes de ponerle “enter” y que se plasmara en el papel. Ahora sí, ¡todos queríamos hacer tareas!

Mientras escribo esta columna usando como siempre solo mis dedos índice (y el pulgar para apretar espacio), me río de que con las clases de mecanografía me pasó lo mismo que con las clases de química: pasaron 25 años y no ha habido un día en que haya pensado “esa ecuación me salvó la vida”.

Y me pregunto, ¿dónde habrán quedado todas esas máquinas? ¡Lástima que no guardé la mía!

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