El Mejor Invento

Tengo un secreto. Un secreto oscuro, que he mantenido por años y no quiero seguir ocultando más. Algo que solo conocen mi peluquero y mi círculo más allegado: ¡no tengo el cabello lacio! (En verdad es medio «cucus», pero me da pena decirlo. ¡Ups, lo acabo de hacer!).

Antes me mortificaba la naturaleza rebelde de mi cabello, pero ya no me importa. ¿Saben por qué? Porque siempre hay un blower cerca, y ese es el mejor invento.

Hay gente que cuando se van de viaje, planean su estadía cerca de monumentos históricos, atracciones locales, o incluso cosas más mundanas como restaurantes que valen la pena probar. Yo no. Todo eso es lindo e interesante, pero lo primero que me fijo es si el hotel tiene salón de belleza, o si por lo menos hay uno en la periferia. Yo sé, sueno como una total cabezahueca, pero la verdad te libera.

De chiquita lloraba porque mi pelo era feo, indomable. Las demás niñas de mi salón llegaban al colegio en las mañanas con el cabello mojado, recién lavado. A la media hora, ya lo tenían seco, en cascadas de rizos hermosos, o por lo menos súper lacio. Yo no… Al día de hoy, no me atrevo a salir a ningún lado con el cabello mojado. Pueden pasar 6 horas, y aún va a estar húmedo. Y cuando se seca, ugh… ¡Fatal! Mi mamá, tratando de consolarme, me decía: «No te preocupes, ¡que para eso existe el blower!». Yo le contestaba que eso de qué sirve, si en el fondo iba a seguir siendo feo, e igual, no podía esclavizarme a un pinche blower.

Pues resulta que sirve de mucho, y esclavizarse es un lujo decadente en el que hoy en día me sumerjo sin reparos. Cuando sales del salón de belleza con tu cabello recién lavadito, fragante, recién peinado y sedoso, te sientes como una versión de «yo misma, pero mejor». Juraría que hasta caminas más erguida y quieres robarle una miradita a tu reflejo en cada espejo o vidrio por el que pasas. La mujer que diga que no hace eso, ¡está mintiendo!

Lo cual explica lo rápidamente adictivo que se puede convertir ir al salón de belleza. Cuando comencé a ir, hace años, era de mala gana. Pero eso no duró mucho. Y cuando era soltera y no tenía compromisos con más nadie que conmigo misma, calculaba cuánto rendía la plata en función a cuántos blowers podía costear. Jaja, estoy sonando de nuevo como una cabezahueca, ¡pero no lo puedo remediar!

 

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