Hasta el infinito y más allá

EL «INFORME SEMANAL DE TIEMPO EN PANTALLA».

Otro domingo más en que se ilumina la pantalla de mi celular con una notificación que no quiero abrir. Me da miedo, no porque sea una noticia desagradable o un mensaje que no quiero contestar. Es el “informe semanal de tiempo de pantalla”, que llega puntualmente a las 8:00 de la mañana, cortesía del celular. Dependiendo de la semana, puede ser desde seis hasta ocho horas.

¿Leyeron lo que acabo de admitir? Si un día tiene 24 horas, y duermo ocho, quedan 16, de las cuales paso la mitad del tiempo -perdiéndolo- en el celular.

Recuerdo lo que nos reveló la expositora en una conferencia de mercadeo a la que asistí hace unos meses. La persona promedio hace “scroll” en sus redes sociales el equivalente a 93 metros al día. “Para ponerlo en contexto”, prosiguió, “eso es lo que mide la Estatua de la Libertad”.

Me pareció un dato sorprendente, mas no descabellado. Calculo que hay días en que puedo subir y bajar la mentada estatua.

Para mí el celular es como el tubo de una aspiradora: te asomas un poco y te succiona por completo.

Por eso uso un reloj para ver la hora. También pongo el celular a cargar en el baño, y cuando quiero leer un libro (y concentrarme en él), guardo el celular en la gaveta. Pero con todo eso, cada domingo el informe semanal llega para recordarme que soy esclava voluntaria de un dispositivo que odio (pero que también amo).

El día en cuestión, decidí dejar el celular en mi cartera, y en la medida que fuera posible, NO lo iba a usar. O usarlo solo en cosas muy necesarias. Extremadamente puntuales.

No habían pasado ni 20 minutos, cuando empezó a sonar. Era una llamada y no la podía ignorar. Contesté, hablé, y cuando cerré, me percaté que tenía ya varios mensajes en Whatsapp.

“¿Te quieres meter en el regalo de cumpleaños para nuestra amiga X?”, me escribió alguien. Le dije que sí, y acto seguido me mandó el número para que hiciera un Yappy. Fui a mi banca en línea, porque después se me olvida pagar.

En el chat de la familia alguien había compartido el enlace a un video. Lo apreté, y aparecí en Instagram. El video en cuestión me pareció aburrido, pero me quedé viendo otras cosas por inercia.

Un momento después me escribieron de mi casa, para decirme que se acabaron los huevos. Era de apuro, así que pedí un Asap.

En un lapso de 10 minutos, socialicé, usé mi banca en línea, di una vuelta por una red social y emplee un app de mensajería.

Me quedo pensando que, en verdad, no recuerdo cómo vivíamos antes.

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