La Casa Vacía

Son las 2:00 p.m. de un martes. Ya hice todos mis mandados, fui a una clase, salí a almorzar y ahora estoy aquí sentada frente a la computadora. Hay un silencio absoluto, que es un poco desconcertante. Ya casi se me había olvidado lo que es tener paz en la casa. Todas las televisiones están apagadas, en el fondo no hay sonidos de Nintendos, PS4, Flappy Birds ni Angry Birds, no hay bolas picando peligrosamente cerca de mis adornos en la sala, ni niños deslizándose en scooter de un rincón al otro.

Ayer terminaron las vacaciones de los niños, y empezaron las mías. ¡Yupi!

En vacaciones, a esta hora mis hijos adolescentes estuvieran recién despertados y en este instante yo estuviera peleando con ellos porque quieren desayunar, cuando ya pasó la hora del almuerzo.

Los más pequeños ya me hubieran llamado 6 veces para decirme que si pueden ir a la piscina, que alguien les pegó, un hermano los molestó, o que si pueden invitar un amigo a la casa.

También es posible que hubiera tratado de sentarme a trabajar en mi computadora, pero me habría encontrado con algún intruso usándola, y probablemente comiendo galletas y tomando soda, dejando mi teclado migoso y pegajoso. El letrero que le había colocado encima que decía con letras bold «Computadora de Mami. ¡El que la usa lo reviento!», nunca surtió el efecto deseado, y un buen día desapareció, quedando nada más trocitos de cinta adhesiva arriba en la pantalla.

2:30… No me estoy pudiendo concentrar. ¡Hay demasiado silencio! Me paro, doy una vuelta, deambulo por la casa, y nada. Miro el reloj de reojo; son pasadas las 3:00. Me digo que si quiero terminar lo que tengo que hacer, mejor aprovecho ahora, pero es por gusto. No hay gritos ni peleas, pero tampoco juegos ni risas.

3:40. Alguien tocó el timbre. Del otro lado de la puerta se escucha un alboroto. ¡Qué alegría! Los niños ya están en casa.

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